Las uvas de la ira


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Hace ahora 90 años, Estados Unidos estuvo a punto de caer en las garras del socialismo. que diría Francisco Marhuenda. Tras el crack del 29, las empresas se arruinaron, el paro alcanzó cotas insoportables, y los trabajadores, aburridos, desesperados por no encontrar trabajo, vagando por las calles con las manos en los bolsillos, o emigrando a California como la familia Joad en Las uvas de la ira, empezaron a escuchar que existían unos tipos llamados “socialistas” que decían que si el Gobierno se preocupaba por ellos, metía en vereda a los tipos con sombrero de copa, y creaba una red de ayuda social que ahora conocemos como el Estado del Bienestar -con su seguridad social, y su subsidio de paro, y su seguro de enfermedad, que en Estados Unidos eran avances de la modernidad que todavía no habían cruzado las fronteras- tal vez no sería necesario fundar el soviet de Alabama, ni el soviet de Massachussetts, y lanzarse en plan bolchevique a asaltar la Casa Blanca con un par de escopetas para cazar conejos y tres tridentes de los de cosechar la alfalfa en Oklahoma.



    Se puso la cosa jodida, muy jodida, como contaba John Steinbeck en la novela, y John Ford en la película, y en esas, Franklin D. Roosevelt -que la D era la abreviatura de Delano, y nosotros, en el bachillerato, siempre le llamábamos Franklin Delculo Roosevelt, salvo en los exámenes, claro, aunque alguno llegó a columpiarse con gran regocijo del personal- Delano, decía, desde su silla de ruedas, le vio las orejas al lobo e impulsó esa política de inversión pública que ahora se menciona mucho en la prensa de la canalla bolivariana, el "New Deal".

    Para cuando salgamos de esta crisis que empezó siendo sanitaria y ya está siendo económica -y tal vez, a la larga, esta crisis secundaria deje más muertos que el propio coronavirus- estaría bien soñar con un Nuevo Trato, sí, entre el Estado y sus ciudadanos. Nosotros seguimos sin asaltar el Palacio de Invierno, ni siquiera simbólicamente, tan pacíficos y democráticos como siempre, y ellos, a cambio, confiscan el dinero que hay en Suiza, el que va camino de Suiza, el que duerme debajo de algunos colchones, y el que otros escaquean legalmente con artificios contables de mucha magia y mucho asombro para el pueblo, y lo invierten en las cosas importantes, necesarias, que son, aunque parezca una perogrullada de tres pares de cojones, las que importan de verdad: la educación, la sanidad y la red de ayuda asistencial. Con las espaldas bien cubiertas, nosotros prometemos seguir haciéndonos los tontos con el fútbol, con Gran Hermano, y con las cervecitas en la terraza, cuando llegue el solete, y hallan inventado la mascarilla con tapón en el medio, de quita y pon, para bebérnoslas con una pajita.