La hija de un ladrón


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En La hija de un ladrón, Sara es una chica de 22 años que sobrevive en el penúltimo escalafón de la sociedad. Ella va sin estudios, a lo que salga, pero con mucho desparpajo para pedir trabajo, o para denunciar abusos, porque la necesidad aprieta, y la vergüenza se deja en casa cuando hay que mantener la cabeza fuera del agua.

    Sara, además -porque parece que la hubiera mirado un tuerto, o maldito una gitana, o simplemente lleva tatuado el estigma de los pobres-, es una madre soltera que no encuentra el apoyo de su pareja, o de su expareja, que entra y sale de la película como un fantasma o como un alelado, y la verdad es que no se entiende muy bien su comportamiento, porque en eso, la película, como en otros argumentos, es tan comprometida con los pobres como enconada con el espectador, que a veces se pierde, y se rasca el cogote, dubitativo.




    Sara, para más inri, lleva un audífono que a veces miran con desconfianza los empresarios, y por si fuera poco,  aunque eso de momento no trasciende en las entrevistas, tiene un padre ladrón que acaba de salir de la cárcel y que no viene precisamente a echarle una mano, sino más bien a joder la marrana. Y ya, en el colmo del infortunio, porque esta película es como una de los hermanos Dardenne o de Ken Loach pero reconcentrando las desdichas, Sara tiene un hermano paralítico del que ella es ángel guardián, y último dique de contención para que el chaval no caiga en el lumpen cuando sepa valerse por la vida.

    La película está ambientada en la Barcelona de hace dos años, pero ya parece vieja, como perteneciente a otra época, con la gente que va sin mascarilla, trabaja a destajo, hacinada, y luego se reúne en el pub para beber cuatro chupitos y olvidar.  Sólo ha pasado un mes y medio y ya es como cuando ves una película del viejo Hollywood, sin teléfonos móviles, y sin televisores, y con todos los hombres paseando por la calle con sombrero. Me pregunto que habrá sido de Sara, la chica de la película, ahora que estará confinada en su piso de cochambre, y con un ERTE, y con la niña más crecida, soñando con que el futuro postapocalíptico sea menos hijoputesco que el anterior.