Godland

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Hace años la gente siempre decía “Pues muy bonita, la fotografía”, cuando salía de ver una película infumable que se había rodado en el desierto o en la selva, o en las Montañas Rocosas del Canadá. Lo que se quería transmitir es que la trama había sido aburrida, o incomprensible, cosas del cine de autor y de sus pelusas en el ombligo, pero que la mirada, al menos, había encontrado un refugio en el paisaje arrebatador.

Ahora la gente ya no alaba la belleza de los paisajes porque al cine solo va la muchachada, que es indiferente a estas apreciaciones, y en casa, por muy grande que sea la tele, ya nadie valora ese detalle concreto de la producción. Si la película es un muermo se coge directamente el teléfono móvil para curiosear un poco por la red, a ver si me escribió Fulanita, o si me visitó Fulanito, o a contar cuántos likes ha cosechado mi último post, a la espera de que en la pantalla sucedan cosas más divertidas o enjundiosas. Que se pongan a follar, por ejemplo, o que se inicie una persecución de coches con muchas hostias y derrapes.

“Godland” está rodada en Islandia, que es la Isla Mágica de la Felicidad. Pero está ambientada en sus tiempos duros, cuando la gente no era feliz ni socialdemócrata -hace cosa de cien años o por ahí- y la vida era una pura supervivencia que dependía de las gallinas y del pescado. Islandia es, posiblemente, la tierra más alejada de Dios que existe, y quizá por eso la trama del cura que va soltando sus letanías entre volcanes no se sostiene demasiado. El paisaje de Islandia es más lunar que terrestre, y que sepamos, ningún apóstol de Jesús llegó a la Luna para predicar el evangelio entre los selenitas. No existe ninguna carta de San Pablo dirigida a esa comunidad de los creyentes. 

Islandia -desmintiendo ese título que a lo mejor sólo es una ironía- no es tierra de Dios. En aquellos tiempos porque estaban a otras cosas, y ahora porque han aprendido que las zarandajas de la religión impiden que los pueblos encuentren el camino del bienestar.