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Si hacemos caso de lo que se cuenta en la película, la reina Cristina de Suecia no abdicó por ser pillada en un escándalo financiero o por cazar osos polares en los hielos de Gotemburgo -como le hubiera pasado a una reina de los borbones- sino por culpa de un éxtasis sexual que la hacía levitar por encima del populacho. Aún más, sí.
En la película, la reina Cristina cae enamorada hasta las gelideces del embajador de los reinos de España, don Antonio Pimentel de Prado, de los Pimentel y los Prado de toda la vida. Un amor imposible y muy poco grato para el dios de los protestantes, dado que nuestro embajador era tan devoto de la comunión diaria como de usar la picha brava al estilo de los toreros. Don Antonio fue todo un “spanish caballero” que tres siglos antes de Alfredo Landa ya cumplió el sueño de ser correspondido en la cama por una sueca, aunque fuera en la mismísima Suecia, y no en la playa, y con ella forrada de armiños para sobrellevar el duro invierno de los escandinavos.
(Pimentel fue enviado a Estocolmo para hacer de celestino entre la reina Cristina y nuestro rey Pasmado, y un diablillo interior se descojona en mi interior cuando Greta Garbo se ríe a mandíbula batiente -y qué carcajada tan bonita, la de la Garbo- al contemplar el retrato de Felipe IV pintado por Velázquez, que era su perfil de Tinder de la época, de fina pincelada pero para nada digital).
Sin embargo, la realidad que cuentan fríamente las enciclopedias es que Cristina de Suecia dejó su trono por culpa de otro éxtasis menos honroso para su figura: el religioso. Hija de Gustavo II Adolfo -el gran azote de los católicos en las guerras de religión- Cristina fue mal influenciada por algún obispo intrigante y encontró en la hostia dominical el alimento seguro para garantizarse el Cielo de los Justos. Hay gente para todo...
Y si es verdad que la realidad supera a la ficción, yo, en este caso, porque soy un romántico incurable, prefiero la ficción a la realidad. E incluso propongo que fueron aquellos polvos de Cristina con nuestro embajador los que insuflaron el valor necesario para librarse de la corona y crear un bonito precedente que solo los reyes mangantes han hecho ley y tradición.
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