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Yo también tengo un televisor que viaja dos minutos en el tiempo. Pero en mi caso no es un televisor japonés, sino coreano. Quién los distingue, de todos modos, cuando entras a comprarlos.
Cuando el Madrid marca un gol -o se lo marcan, o le dejan de pitar un penalti para que se cumpla lo pactado con Negreira- tengo que esperar dos minutos para poder comentar la jugada con mi hijo a través del WhatsApp. Si se lo comento al instante, le jodo la emoción. Él, no sé por qué, lleva dos minutos de retraso respecto a mi televisor. Y mi televisor, a su vez, por aquello de los satélites y de la velocidad de la luz, lleva varios segundos de desfase respecto a lo acontece en el Santiago Bernabéu o en las fortalezas miserables de los infieles.
Mi hijo vive en León, y a León, desde La Pedanía, las emisiones electromagnéticas no deberían de tardar más de 0’000366 segundos en llegar. Me lo ha calculado la IA en el teléfono. Lo que pasa es que mi hijo ve los partidos en su ordenador, y aunque es un ordenador cojonudo y un dispositivo autorizado por Movistar +, está castigado por la tecnología a ir siempre dos minutos por detrás de la actualidad.
Antes, con la antena parabólica, estas cosas tenían una explicación plausible y pertenecían a la ciencia pedestre de andar por casa. Pero ahora, con la fibra óptica, que debería llevarlo todo a la vez y a todas partes -como en aquel otro flipe de película- se producen desfases que sólo pueden ser explicados con la mecánica cuántica y otras teorías igual de complicadas.
Quiero decir que si nos comunicáramos por videollamada, y no por WhatsApp, mi hijo podría ver en mi televisor lo que está a dos minutos de acontecer en el suyo. Que me aspen si esto no es otro viaje más allá de los dos minutos infinitos... En esa hipotética videollamada -tan factible como jamás realizada- él no estaría hablando con su padre contemporáneo, sino con su padre del futuro: uno que ya sabe lo que nos espera de la vida transcurridos 120 segundos en el reloj.

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