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“La buena vida” es una película del año 1996 que hoy en día ya no se podría ni rodar. Es posible, incluso, que el mismo David Trueba abjure de su ópera prima cuando le entrevistan en los medios comprometidos. Ser progresista en estos tiempos requiere estar muy atento a las preguntas. Y mucho más atento a las respuestas... Basta con soltar un matiz, una disensión, una opinión formada pero distante, para que la periodista te coloque el sambenito y las acólitas desfilen con antorchas encendidas frente a tu puerta.
“La buena vida”, en el fondo, es tan inocente y tontorrona como un pirulí de caramelo. Pero ahora mismo, bajo los auspicios de la Nueva Inquisición, ya nadie se atrevería a rodar la historia de un adolescente no gestante obsesionado con el sexo. Sí, quizá, si el protagonista fuera un asesino como aquel chaval de “Adolescencia”, que es como ahora se percibe la sexualidad de los “violadores en potencia”: problemática y atravesada. Siempre al borde de la denuncia o del delito. Un tarado de cada 100 ha convertido a los 99 restantes en sospechosos habituales.
En "La buena vida", Tristán Romero es un adolescente de toda la vida, medio listo y medio bobo, en el que podemos reconocernos los que venimos de la caverna educativa. Atrapado en un colegio de élite donde las chicas están proscritas porque distraen del estudio y del espíritu formativo, Tristán no tendrá más remedio que buscarse las habichuelas extramuros, allá donde los más guapos cortan el bacalao y no dejan para nadie ni las migas.
Tristán, encerrado en su micromundo, cumplirá paso por paso todos los protocolos que siguieron los desheredados de la educación mixta: enamorarse de una profesora cañón y tentarle la suerte a una prima desinhibida. De manual, vamos. Falta la vecina del cuarto, que es otro clásico imprescindible, pero aquí la sustituye una prostituta muy salerosa. Lo que digo: motivo de escándalo y carne de cancelación.
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