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Gente en sitios... Eso es lo que somos: gente en sitios. Y poco más. El título vale para esta película y también para todas las demás. Incluso para la vida real, que también es gente en sitios. Hace un rato yo era gente que estaba en su sitio viendo la película. Y así todo.
Es un resumen de la vida en tres palabras misteriosas: gente en sitios... El devenir de los humanos y la madeja de los destinos. Está todo ahí. Y también la nada. La nada que somos. Despojada de adjetivos y de palabrerías, la vida es tan simple como eso: gente en sitios. Si prescindimos de la literatura y del arrebato, solo somos gente que pulula y luego descansa. O gentuza. Gente que nace y mata, que construye y destruye, que folla los sábados por la noche o reza los domingos por la mañana. Gente en sitios, públicos o privados, haciendo cosas o jodiendo la marrana. Produciendo o molestando. Desproduciendo.
Qué será, dentro de nada, esta pesada Navidad que ya se anuncia en los supermercados, sino gente en sitios, aunque casi toda desubicada y fuera de lugar, en casa de mamá o en casa del cuñado, contando las horas para volver al sitio propio, al hogar donde uno puede darse la razón y poner los cojones encima de su mesa.
Gente en sitios... Es una idea enigmática, pura, casi oriental. Un haiku uni-versal de los japoneses
“Gente en sitios”, la película, es una sucesión de sketches con gente rara sorprendida en lugares comunes. Como espectador a veces sonríes y a veces te rascas la cabeza, desubicado. Es difícil saber qué pretendía Juan Cavestany con esta sucesión de surrealismos chanantes. Pero te queda un poso, un provecho, un algo indefinido sobre lo estúpido e impredecible de la gente. Un desasosiego. Hay algo muy turbio en “Gente en sitios”. Una misantropía soterrada. Una advertencia del peligro que nos acecha en cada esquina. No salgas a la calle cuando hay gente, cantaban los Golpes Bajos.
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