The White Lotus. Temporada 3

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Nueve de cada diez seriéfilos encuestados aseguran que esta tercera temporada les parece un chicle estirado y una completa decepción. “¡Nada que ver con la segunda!”, gritan a coro en las tertulias del asunto. 

La mayoría, curiosamente, asegura haber llegado hasta las playas del tercer episodio y allí ya tumbarse a la bartola. Lo que aconteciese tierra adentro, en los bungalows de lujo o en los putiferios del alto standing, de pronto les traía sin cuidado. “La vida es corta y las series son infinitas”, aseguraban imitando a los monjes budistas que viven apartados de la vorágine turística.

Otros espectadores, los que a pesar de todo perseveran porque se sienten en deuda con las temporadas anteriores, reconocen que  la tercera entrega carece de un desarrollo ágil y de unos personajes carismáticos. Y que Tailandia, además, tan bonita y tan variopinta, queda reducida a una playa y a unas palmeras como las que puede haber en Lanzarote. Sólo los muy pacientes conocerán las calles de Bangkok en los últimos episodios porque de ellos es el reino de los Cielos.

Yo estoy en esa minoría silenciosa que ha llegado al último episodio altamente interesado.  Quizá es porque los ricos siempre me han resultado fascinantes, al mismo tiempo despreciables y dignos de estudio. En “The White Lotus” -como en “Succession” o en “Larry David”- yo les observo y me hago preguntas de índole muy comunista. Es una pedrada que -lo reconozco- proviene del rencor de clase y también de la envidia cochina. Viendo la tercera entrega de la serie yo me preguntaba cuánta pasta hay que tener para coger un avión en Wisconsin, plantarte en Tailandia y no salir durante toda la semana de un chiringuito de la playa. El despilfarro y la vagancia. 

Nadie que tire así el dinero puede ser una buena persona. Si es verdad aquello que dijo Jesús sobre el camello y el ojo de la aguja, las playas de Tailandia, como las de Hawai o las de Sicilia en temporadas anteriores, deberían ser alegorías del infierno: almas avariciosas quemadas por soles de justicia. 






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La semilla de la higuera sagrada

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El algoritmo ya ha llegado a las tierras de Irán. Sálvese quien pueda. Nadie se libra de la epidemia. Incluso allí, bajo la mirada de los ayatolás, ya todo será la misma película archisabida con ligeras variaciones. Chorizos en la fábrica, o quesos de los Zagros.

Ya no existen los tonos de gris, los personajes complejos, las dudas en el alma... Las películas se han vuelto tan simples como el guiñol para los chavalines: hay un bueno, un malo y un cachiporrazo merecido. Los tiempos modernos son tiempos de certezas. El simple hecho de dudar, o de pedir más información, te posiciona junto al enemigo. Ha vuelto el maniqueísmo. Mani, por cierto, predicaba en el desierto de los persas.

En la primera mitad de la película, Iman es un buen hombre superado por las circunstancias. Él, como el verdugo de Berlanga, sólo quiere ascender en la judicatura para comprar un piso más grande y que sus dos hijas adolescentes puedan dormir en habitaciones separadas. Él es un funcionario del régimen, sí, pero un hombre con corazón. Cuando le ascienden salta de alegría, pero a las pocas semanas comprende que los ayatolás le están utilizando para firmar sentencias sin parar, sin apenas tiempo para emitir un juicio justo.

Iman no es el padre de Jessica Lange en “La caja de música”. No es Eichmann en Jerusalén. No se enorgullece de lo que hace. En ese contexto de lunáticos no es lo peor del escalafón. Iman es un hombre atormentado que regresa a casa con el corazón dividido. Por un lado la lealtad a su país; por otro, el bienestar de su familia. Podría haber salido una película cojonuda de aquí, pero estas dualidades ya no se estilan. O eres un hijo de la gran puta o no eres nada. 

Lo normal hubiera sido que las hijas de Iman, que son activistas contra el régimen, dudaran al menos en acabar con su reputación. Con su carrera y casi con su vida. Dos almas igual de divididas y otro drama la mar de interesante... Pero ahora mismo no estamos para esas tonterías. El bebé de “El Verdugo” jamás habría denunciado al pobre José Luis diecisiete años después. Eran otros tiempos. 




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Super/Man: La historia de Christopher Reeve

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Apenas a doscientos metros de mi casa, en La Pedanía, vive otro hombre que también sufrió un accidente tonto y se quedó tetrapléjico. Fue hace dos años. No sé en quién piensan los demás cuando pasan estas desgracias, pero los cinéfilos, que tenemos la vida dividida entre la realidad y las películas, siempre nos acordamos de Christopher Reeve cuando alguien sufre el castigo caprichoso de los dioses. 

En el caso de mi vecino -que también era un tipo deportista y fuerte como un roble- la culpa no fue de un caballo receloso, sino de una carretera traicionera. Bajaba un puerto de montaña en bicicleta y salió despedido al meter la rueda en un desagüe de la carretera.  Mi vecino no es Superman, sino Policía Nacional, aunque dicen que de los buenos, no de esos que van por ahí como si vivieran en el Far West. No sé, yo apenas le conocía, solo de vista, por el pueblo, cada uno con sus quehaceres. Un amigo común me dice que el tipo es más majo que las pesetas y que vestido de uniforme se desvivía por los demás. Rara avis, entonces, pero le creo. Mi amigo es un hombre de confianza que sabe distinguir entre la buena gente y la gentuza. 

Mi amigo, de vez en cuando, va a visitarle a su casa -una casa que estuvo en obras durante meses para construir un ascensor exterior y reservar una plaza de aparcamiento. Mi amigo me dice que entra animado pero luego sale consternado. Tiene que ser una experiencia horrible. Mucho más dura que ver un documental en la tele, por mucho que la historia de Christopher Reeve también sea real y nos amargue la tarde y luego, un poco, el duermevela. Cuando apagas la tele, el dolor y el miedo a ser uno el paralizado se desvanecen apenas al minuto. Pero mi vecino, para sus allegados, es una presencia diaria, un recordatorio continuo de la puta suerte que tenemos todos los demás, y que mañana, o ahora mismo, ya podríamos no tener. 

En un documental, además, te falta la mirada directa del infortunado. Su miedo, o su fastidio, o su resignada aceptación, sin un filtro electromagnético.





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Heretic

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Una vez vinieron dos mormones a mi casa. Mormones fetén, norteamericanos, supongo que nacidos en el mismísimo Utah. Eran tan altos como canastas de baloncesto y tan rubios como la cerveza que seguramente no bebían. Si se lo hubieran propuesto se habrían tirado a las chicas más guapas de León, tan llamativos entre aquel ejército de bajitos morenos y de garrulos provinciales. Pero Jesús, seguramente, les tiraba de un vello escrotal cada vez que sentían el deseo. O no, quién sabe: quizá llevaban una vida de pecado cuando se despojaban de sus clergyman y luego le prometían a su Señor innúmeros sacrificios personales. Quién pondría la mano en el fuego por estos fariseos que predican la castidad o el matrimonio como único patio de recreo sexual. 

Peter y Paul -vamos a llamarlos así- no vinieron a mi casa por casualidad, sino porque yo, imbécil perdido, les facilité mis datos en su tenderete callejero. Peter y Paul prometían el regalo de una Biblia a cambio de una simple conversación sobre Jesús. Yo iba con unos amigos y me quise hacer el interesante. Pensé: ¿Un libro gratis a cambio de un poco de charla y quizá hasta de un poco de vacile? Pero ellos, claro, hábiles como predicadores, y también como americanos, consiguieron que yo soltara mi dirección simplemente sonriendo.

Se presentaron al día siguiente porque la fe es un asunto capital. Mi madre los mantuvo a raya sobre el esterillo mientras ellos le contaban mis dudas existenciales. Yo escuchaba escondido detrás de la puerta del salón, avergonzado como nunca. Al final, el Espíritu Santo  descendió sobre mi madre y le ayudó a improvisar:

- No, lo siento, se han confundido de dirección. Mi hijo se llama Raúl y es muy pequeñito.

Y cerró la puerta. Luego, por supuesto, hubo reprimendas y castigos que ya por fortuna no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que mi padre no estaba en casa. Él trabajaba de sol y sol y no estaba para estas gilipolleces. Peter y Paul, al contrario que estas chavalas de la película, tuvieron mucha suerte. Si le hubieran pillado a él con el rollo se hubiera montado en mi casa la de “Heretic”. Menudo era mi padre con los siervos de Jesús. 




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Parthenope

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Cuando le preguntaron por “Parthenope” en su programa de la SER, Carlos Boyero dijo que no sabría decir si la película era buena o mala porque se había quedado colgado de Celeste Dalla Porta y no había podido atender a otras razones estilísticas o argumentales. “Magnética”, fue la palabra que utilizó para describir a la actriz italiana. Y añadió: “Creo que es la mujer más guapa que he visto en el cine en muchos años”.

Boyero confesó que había pasado dos horas en una nube acrítica y muy poco profesional, pero también recordó que al cine se va a muchas cosas, y una de ellas es a enamorarse. Platónicamente, pero a enamorarse. Francino, a su lado, carraspeaba o callaba como un cartujo. Mientras Boyero se disculpaba de su cuelgue, se hizo un silencio muy tenso porque Francino mantiene una lucha encarnizada por la audiencia de las tardes, y cada vez que su amigo suelta una gracia erótico-festiva le llueven las quejas de las oyentes más guerrilleras. Para muchas oyentes de la SER, Boyero es un cerdo que sigue gozando de impunidad en un medio que se dice moderno y feminista. Según ellas, si ya es grave que un hombre vea una película fijándose en los escotes, más grave es todavía que lo vaya aireando por ahí. 

Pocos días después, los fachas y semifachas de “La Cultureta" le dedicaron todo el programa a la película. Allí se habló largo y tendido de la belleza de Celeste Dalla Porta sin que ni tertulianos ni tertulianas se sintieran avergonzados por pregonarla. Recordaron lo mismo que había dicho Boyero: que “Parthenope” se lo juega todo a la belleza demoledora de su protagonista y es necesario que cualquier debate gire sobre ello. Es lamentable que a veces los fascistas nos den lecciones de libertad. De hecho, la moraleja de la película es profundamente feminista: Parthenope podría comerse el mundo con su belleza y sin embargo prefiere conquistarlo con su inteligencia. Pero claro: las inquisidoras moradas, como los censores del franquismo, sólo se fijan en las tetas.






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La vida breve

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Los primeros tres episodios prometían emociones fuertes. Exaltaciones republicanas, incluso, en la paz exiliada de nuestros hogares. Casi me dieron ganas de colocar sobre la tele una banderita de la II República que compré en la Semana Negra de Gijón. Lo que pasa es que su base es muy ancha, y mi tele es muy fina, y al final decidí ponerla justo al lado para recrearme en sus colores. 

En los primeros episodios no quedaba ni un solo Borbón que no fuera un personaje ridículo o un hijo de puta sin miramientos. O un loco de maniatar. Ellos y sus esposas, por supuesto, que a veces pertenecían a otras casas de la realeza. Alguien me había dicho que “Su majestad” –la otra serie presuntamente antimonárquica del momento- se quedaba corta en cuanto a la crítica a sus altezas, y que era aquí, en “La vida breve”, donde podíamos encontrar la carcajada abierta y el escarnio educativo. 

A mí, la verdad, me extrañaba mucho que Movistar +, siempre tan arrimada a los poderosos por aquello de la salud accionarial y del perfil más bien conservador de sus abonados, se atreviera a darle palos a la dinastía que ahora mismo presta sus manos para ser besadas por el populacho, por mucho que Felipe V y Luis I sean reyes relegados en el Museo del Prado. Después de todo no dejan de ser los antepasados de Felipe VI “El Preparao” y de Leonor I “La Almirante”. O almiranta, que ya no sé.

Y así, tal como yo me temía, la serie no tarda mucho en arrepentirse de sus pecados y convertir a Luis I en un rey preocupado por el bienestar de los plebeyos. Casi un socialista que además se interesa por otras religiones, reconoce la plurinacionalidad de su reino y permite que su esposa, la reina Luisa Isabel de Orleans, renuncie a sus deberes de ser madre  y se acueste con las cortesanas más guapas de palacio. El feminismo insertado en una corte real del S. XVIII... El mainstream y tal.

Al final es todo tan ridículo, tan políticamente delirante, que te quedas clavado en la serie ya no por devoción, sino por el puro morbo de la degeneración argumental: ésa que convierte, precisamente, a esos degenerados, en personas respetables que nos aman. 




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El rey de Nueva York

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1. A veces transcurre tanto tiempo entre que descargo una película y por fin me siento a verla que ya no recuerdo el motivo de mi elección. Todavía no sé si mi cinefilia es un caos organizado o un desastre controlado.

Mientras veía “El rey de Nueva York” yo buscaba una respuesta a mi propio estupor de espectador estafado. ¿Qué crítico, qué podcast, qué reseña en la revista me puso en la pista de esta majadería ultraviolenta? La película es de Abel Ferrara, sí, pero como si fuera de Perico de los Palotes ¿Qué lengua malhadada o qué pluma desnortada me influyó para que yo descargara esta película que en realidad he estado rehuyendo durante meses, retenida durante 6 meses en mi disco duro porque una vocecita interior me advertía que la borrara como si nunca hubiera existido? 

Ah, mi vocecita, siempre con voz pero casi siempre sin voto...

2. De todos modos, cualquier película que tenga en su reparto a Christopher Walken siempre tendrá, al menos, un oasis donde refugiarse y reposar el asombro. Walken siempre ha tenido una cara de puto loco que no puedes dejar de contemplar. Lo mismo cuando hace de pirado a tiempo completo que de tipo inquietante que nunca sabes por dónde te va a salir. Si había alguien capaz de interpretar a este rey de Nueva York era él: un capo ultraviolento y fascinante, tierno con los niños y salvaje con los rivales.

3. La película, por supuesto, incumple todos los ítems del test de Bechdel. Las mujeres sólo están aquí para consumir droga al lado de sus maromos y bajarles los pantalones con afanes recreativos. El descanso de los guerreros... Corría el año 1990 y todavía se rodaban películas así, de tíos-tíos, para compensar las películas de tías-tías que también hacían furor en la taquilla, casi siempre de damas victorianas que tomaban el té a las 5 y despellejaban a la buena sociedad más cercana a sus mansiones.




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Teniente corrupto

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Nunca he conocido a un teniente de la policía de Nueva York, pero sí a varios guardias civiles y policías nacionales. Munipas no, ya ves tú, y mira qué he vivido en numerosos ayuntamientos. 

Los “Fuerzos y Cuerpas” de Seguridad del Estado -que dijo una vez Irene Montero en su lucha implacable contra la gramática- no son santos de mi devoción, pero la vida es traviesa y me los depara. Disolviendo las manifestaciones y frustrando las revoluciones  siempre he encontrado a familiares lejanos, a hijos de amigos, a colegas que fui conociendo en los tiempos del fútbol... Hay un poco de todo en esa viña armada del Señor: fascistas auténticos, servidores públicos, tronados de las armas, tipos peligrosos, equivocados de la vida, personas inteligentes y cenutrios incalculables. Ser policía no es garantía de ser buena persona como nos decían de pequeñines. Yo mismo dibujaba monigotes de policías en mi época de preescolar, convencido, en mi tonta inocencia, que ellos eran los garantes de una sociedad más justa y libre de delitos. Lo que yo no sabía es que las fuerzas de seguridad simplemente se ciñen a la ley -a veces ni eso- y que la ley está hecha por cuatro mangantes que defienden sus inversiones. Buenos o malos, simpáticos o chulescos, todos los tenientes corruptos o incorruptibles son siervos de nuestro enemigo. 

El teniente corrupto de la película -un Harvey Keitel en estado de gracia, quién sabe si dominado por las mismas pasiones que su personaje- ni siquiera se plantea estas politologías de bolchevique. Él es policía como pudo haber sido macarra o proxeneta, o traficante de heroína. Sospechamos, de hecho, que se hizo policía para vivir justo en la frontera con lo ilegal y poner un pie en el otro lado valiéndose de su impunidad. Es una táctica como cualquier otra. 






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