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Superestar

🌟🌟

Creo que nunca vi dos minutos seguidos de “Crónicas marcianas”. Era un mundo incomprensible para mí, ajeno y endogámico. Aquello del Mississippi sí que lo veía un poco más, en la cadena rival, pero sólo porque salía Lucas Grijander haciendo homenajes a Chiquito de la Calzada, que es el santo fundador de nuestra cofradía de payasos. 

La verdad es que la noche del mainstream nunca ha sido mi varadero. En aquella época, por ejemplo, los marcianos de la tele siempre me pillaban viendo la copa de Europa o la película de las diez que daban en Canal +; y luego, a las doce, mientras me tomaba el Cola-Cao, sintonizando el informativo de CNN + para ver a Leticia Ortiz dando las noticias del día. Qué guapa era, jolín. Y qué guapa sigue siendo... Yo estuve enamorado de ella mucho antes que el puñetero príncipe de Beukelaer.

No vengo aquí a presumir de haber sido un no-televidente de “Crónicas marcianas”. Cada uno pierde el tiempo como quiere y el mío siempre lo pierdo persiguiendo un balón con la mirada. No había altura intelectual en el programa de Sardá, pero tampoco la había en un Inter de Milán-CSKA de Moscú o en Ferencvaros-Rapid de Viena. O sí, pero sólo un poquito más: lo que tiene el fútbol de metáfora o de esfuerzo colectivo. Yo vengo de la purrela y en la purrela me solazo. Nunca se produjo el salto de calidad ni el refinamiento de los gustos.

Y así, con tan escaso bagaje -apenas aquello de Boris Izaguirre enseñando el cilindrín y una noción muy básica de quiénes eran Tamara Seisdedos y toda su cohorte de Friquilandia- me embarqué en esta serie creada y perpetrada por Nacho Vigalondo al regazo de los Javis. 

Yo venía a recuperar un poquito de nuestra historia televisiva pero he acabado perdido entre gentes desconocidas o irrelevantes. Sólo he visto completo el episodio dedicado a Leonardo Dantés porque él sí es un viejo conocido en los entornos futbolísticos: un compositor como la copa de un pino de himnos ridículos y cánticos sandungueros. Un ídolo, y un referente. Lo que hace Secun de la Rosa con su personaje es un milagro del suplantamiento. 




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Dos años y un día

🌟🌟🌟

No sé muy bien cómo llegué a descargar “Dos años y un día” en mi sacrosanto ordenador. Porque esto es populacho, Atresmedia, mainstream que te cagas, y yo hace cosa de quince años que no pongo Antena 3 ni para insultar a ese pre-fascista de Pablo Motos. Deserté cuando A. dejó de ser un retoño y abandonamos por cansancio el universo de "Los Simpson". 

Sé quienes son Arturo Valls o Amaia Salamanca porque vivo en el mundo y a veces se cruzan conmigo en el espacio electromagnético. Pero nunca me había parado diez segundos a seguir sus artísticas evoluciones. Vivo en un planeta de pago donde me atiborro de otro tipo de ficciones, y de todo el deporte del universo, y tengo la barriga tan llena, y el espíritu tan satisfecho, que hay canales de la tele que tengo borrados de la memoria. Es esnobismo, sí, una pose cultureta, pero también es verdad que padezco una alergia muy peligrosa a los espacios publicitarios. Mi médica de cabecera sostiene que cada anuncio de la tele son veinte segundos menos de vida, y veinte neuronas menos en el epicentro de la inteligencia. Una cosa muy seria. 

Tal vez llegué a “Dos años y un día” siguiendo a ese tipo a veces genial que es Miguel Esteban. Pudiera ser. Lo digo por autodisculparme. Pero vi los dos primeros episodios y me quise bajar de la burra. La serie no iba sobre los límites del humor, sino sobre un gilipollas que tiene que sobrevivir en el ecosistema carcelario: la típica tontería sobre que los reclusos son gente muy maja que crea síndromes de Estocolmo entre la gente decente. Pues nada, digo yo: todos a delinquir y a participar de la experiencia. 

Una memez, ya digo. Pero cada vez que dimitía de la serie, aparecía Adriana Torrebejano para decirme que no, que perseverara, que cada diez minutos iba a salir ella para mantener viva mi voluntad. Y yo le hice caso, claro, porque a mujeres como Adriana Torrebejano no se les puede decir que no. Va en contra del instinto. Es un imperativo biológico. Sería como dejar de comer o de respirar.




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