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Cuento de verano

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Léna, que es la chica rubia de la película, se pasa la vida espantando a los moscones. Ella asegura que es un fastidio ser tan guapa y tan maja. Ella querría viajar, expandirse, encontrarse a sí misma frente al sol, pero cuando no le proponen una fiesta en Dinard le invitan a una quedada en Saint-Malo o a una excursión por Saint-Lunaire. Así que al final se queda sin vida propia y no puede disfrutar a su antojo del verano. Un auténtico sinvivir. 

Ella se lo cuenta a Gaspard como un drama de la hostia, y hasta se pone a llorar a orillas del mar buscando su comprensión, pero es obvio que está encantada de ser la mujer deseada por todos y no alcanzada por nadie. La Gunilla von Bismarck imprescindible en cualquier sarao que se precie entre  la Normandía y la Bretaña.

Gaspard, por su parte, que vive enamorado de ella, está un poco hasta los cojones de sus rollos. Él sospecha que Léna le quiere, pero no mucho. El verano se agota y apenas se han visto un par de días intercalados. Es probable, incluso, por lo que se adivina en los diálogos, que todavía no se hayan acostado. Así que aprovechando una de sus ausencias, Gaspard le tira los tejos a Solène, que es otra chica muy acostumbrada a que turistas y nativos se pirren por sus huesos. El problema es que Solène es una chica decente que necesita un noviazgo como Dios manda para ceder al deseo de los hombres. Mal negocio cuando se trata de turistas como Gaspard, que van a pijo sacado, con el tiempo justo antes de volver a sus hogar.

Atrapado entre la indiferencia amorosa de Léna y la indiferencia sexual de Solène, Gaspard encontrará refugio en Margot, la camarera del restaurante, que es -ella sí- una chica más maja que las pesetas, o que los francos. El problema es que Margot ya tiene novio, y que espera virtuosamente su regreso de un viaje a la Polinesia. Así que solo puede ofrecerle su consuelo y su sexto sentido para destapar a las tontainas. La historia de Gaspard, en resumen, es la historia del cazador que apuntó a tres conejos a la vez y se quedó sin ninguno. Un drama inusual en el mundillo de la gente guapa, a la que Rohmer diseccionaba como nadie, tan fascinado por ellos como sus espectadores. 



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Pauline en la playa

🌟🌟🌟


“Pauline en la playa” no se podría haber rodado hoy en día. Le han caído cuarenta años como cuarenta castañas. Como cuarenta marejadas de la playa francesa donde se rodó. Es más: ya no se debería rodar. Su planteamiento es inasumible. Incluso en las casas más comprensivas con las debilidades humanas -y la mía tiene hasta un sello distintivo clavado en el portal- se te arquean las cejas de extrañeza, y se te queda una cara de cómplice involuntario. Lo de esta película de Eric Rohmer es un escándalo, que cantaría Raphael.

Pauline es una chavala de quince años a la que pretenden hombres hechos y derechos, aunque bastante retorcidos. A la que pretenden sexualmente, quiero decir. Inequívocamente. Ellos, en la época de berrea, la manosean en el jardín o la despiertan de la siesta a lametones. Pauline les rechaza con un empujón o con una patada, pero luego se descojona de la risa. Y ellos se descojonan a su vez, disimulando la erección, y diciendo que bueno, que al fin y al cabo ellos son hombres, y ella una mujer, o una mujercita...

Un juego muy turbio de alcobas secretas que la misma tía de Pauline, lejos de denunciar, jalea y aplaude como una madame de prostíbulo playero. Como a ella le sobran los amantes -porque es una mujer de cuerpo mareante, y rubia como una vikinga de Normandía- a los hombres despechados, para que no se enojen demasiado mientras la esperan, les anima a que se acuesten con  su sobrina Pauline. Así -dice ella- matamos dos pájaros de un tiro: tú te mantienes en forma y de paso le enseñas a Pauline las artes amatorias, que ya va siendo hora de que espabile con lo mosquita muerta que es, y con esos tontos del haba que la pretenden, y que no sabrían hacer una O con su canuto a medio crecer.

Se te cae un poco la quijada, sí, en algunos diálogos.... La fruta que estabas cenando se queda a medio camino entre el cuenco de colorines y la boca boquiabierta. La película está bien, como todas las de Eric Rohmer: tiene su chicha verbal amén de la chicha inapropiada. Pero una incomodidad recorre mi espalda durante toda la proyección. Una comezón moral de espectador del siglo XXI.



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