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Una bonita mañana

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En “Una bonita mañana”, los ojos se me van todo el rato a Léa Seydoux. Nos ha jodido, con su belleza sin par. Pero no es sólo por eso... Max, mi antropoide interior, que se pasa el día entero columpiándose en el neumático pero luego presta mucha atención a las películas, envidia mucho a este suertudo que finalmente a conquista, el tal Clément, que además de ser cosmobiólogo -imbatible- es un tipo guapo de verdad -más imbatible todavía. Es el rollo que se gasta, y la barbita, y las poesías que escribe a Léa por el WhatsApp.

Max es un tonto del culo que no asume nuestro paso por el tiempo. Él es mi Ello freudiano, la instancia mental que solo conoce la inmediatez de los instintos. Y mientras haya instintos -y yo, medio provecto y todo, todavía tengo instintos que me erizan la piel- Max piensa que el tiempo de la juventud sigue presente y nunca caduca. Pobre mentecato... Pero también es verdad que esta mía es una edad rara y ambigua. Ni joven ni anciano. Un poco ajado, sí, o más bien cansado, como si ya casi todo me rebotara o me resbalara. No falto de apetitos, pero sí desconfiado de los mismos. Deseoso, pero también deseoso de no desear ya nada. No sé si me explico... 

En cualquier caso, todo esto es muy complicado para Max, que carece de pensamiento abstracto y se deja llevar por sus entusiasmos de animalico. Mientras él fantasea con la conquista de una mujer parecida a Léa Seydoux -en La Pedanía no las hay, pero internet es tan ancho como Castilla-, yo, Faroni, que soy propiamente el Yo de mi psicología, el que vive consciente de mi edad y de mis prestaciones, me fijo más en el personaje del padre, ese profesor de Filosofía aquejado por un síndrome raro que ya no le deja leer ni apenas razonar. Hay algo que se me remueve por dentro cuando Léa tiene que hacerse cargo de la biblioteca que su padre acumuló y no sabe qué hacer con ella. “Regálala, o tírala”, le aconsejan, y ella rompe a llorar porque en esos libros es como si residiera el alma de su padre. 

Mientras Max se acaricia sus partes simiescas, yo pienso en mi hijo cuando tenga que gestionar todo esto que me rodea en el salón. Soy tan joven y tan viejo... Like a Rolling Stone.






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El árbol, el alcalde y la mediateca

🌟🌟


Pensé que jamás lo diría, pero me he aburrido mucho con una película de Eric Rohmer. Estaba malcostumbrado a que sus películas siempre oscilaran entre lo interesante y lo muy interesante, según la enjundia de los diálogos y la belleza de las actrices. Rohmer, además de ser muy inteligente, era otro tunante como Bergman o como Polanski que jamás ponía una mujer fea delante de la cámara.

Es cierto que en alguna de sus películas veías crecer la hierba como dijo una vez el malvado de Gene Hackman. Pero nosotros, los adeptos del maestro, sabíamos que estos interludios vegetales tenían su función: repensar el último diálogo y tomar aire para afrontar el siguiente, con la mente despejada y la postura retomada. Y quizá, también, con un piscolabis en el regazo, para que el cerebro se reaprovisionara de fósforo y no se perdiera ni una sola de las agudezas verbales. En las películas de Rohmer no hay duelos de espada láser ni persecuciones de la policía, pero a veces se desencadenan batallas de raperos que escupen filosofías de apuntar incluso en el cuaderno, de lo listos que son ellos, y de lo agudas que son ellas, siempre gente leída, o cultivada, o con un sexto sentido para desenmascarar los disfraces del amor y del orgullo.

En esta película, sin embargo, Rohmer se va por los cerros de la política para dejar claro que él es apolítico pero de derechas, como decía Jaume Canivell en “La escopeta nacional”. Pues bueno... Algún defecto tenía que tener. Su alter ego en la película es el maestro del pueblo: un tipo feo, medio loco, que defiende los valores de la vida rural -el paisaje y la tranquilidad- y que se enfrenta al alcalde socialista que quiere construir una mediateca en mitad de un prado de vacas. Poca cosa para hacer altas ideologías, la verdad. Y menos ahora, treinta años después, cuando la vida rural  y la vida urbana ya son prácticamente la misma. Los todoterrenos, las motos, las furgos, los quads, los bugas... Todos los cacharros atronadores han tomado posesión de los senderos y los bosques. Ya no existe el silencio en ningún lugar gracias al Mitsubishi Montero que llegó a Majaelrayo para visitar al abuelo y joderlo todo.





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Pauline en la playa

🌟🌟🌟


“Pauline en la playa” no se podría haber rodado hoy en día. Le han caído cuarenta años como cuarenta castañas. Como cuarenta marejadas de la playa francesa donde se rodó. Es más: ya no se debería rodar. Su planteamiento es inasumible. Incluso en las casas más comprensivas con las debilidades humanas -y la mía tiene hasta un sello distintivo clavado en el portal- se te arquean las cejas de extrañeza, y se te queda una cara de cómplice involuntario. Lo de esta película de Eric Rohmer es un escándalo, que cantaría Raphael.

Pauline es una chavala de quince años a la que pretenden hombres hechos y derechos, aunque bastante retorcidos. A la que pretenden sexualmente, quiero decir. Inequívocamente. Ellos, en la época de berrea, la manosean en el jardín o la despiertan de la siesta a lametones. Pauline les rechaza con un empujón o con una patada, pero luego se descojona de la risa. Y ellos se descojonan a su vez, disimulando la erección, y diciendo que bueno, que al fin y al cabo ellos son hombres, y ella una mujer, o una mujercita...

Un juego muy turbio de alcobas secretas que la misma tía de Pauline, lejos de denunciar, jalea y aplaude como una madame de prostíbulo playero. Como a ella le sobran los amantes -porque es una mujer de cuerpo mareante, y rubia como una vikinga de Normandía- a los hombres despechados, para que no se enojen demasiado mientras la esperan, les anima a que se acuesten con  su sobrina Pauline. Así -dice ella- matamos dos pájaros de un tiro: tú te mantienes en forma y de paso le enseñas a Pauline las artes amatorias, que ya va siendo hora de que espabile con lo mosquita muerta que es, y con esos tontos del haba que la pretenden, y que no sabrían hacer una O con su canuto a medio crecer.

Se te cae un poco la quijada, sí, en algunos diálogos.... La fruta que estabas cenando se queda a medio camino entre el cuenco de colorines y la boca boquiabierta. La película está bien, como todas las de Eric Rohmer: tiene su chicha verbal amén de la chicha inapropiada. Pero una incomodidad recorre mi espalda durante toda la proyección. Una comezón moral de espectador del siglo XXI.



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