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El árbol, el alcalde y la mediateca

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Pensé que jamás lo diría, pero me he aburrido mucho con una película de Eric Rohmer. Estaba malcostumbrado a que sus películas siempre oscilaran entre lo interesante y lo muy interesante, según la enjundia de los diálogos y la belleza de las actrices. Rohmer, además de ser muy inteligente, era otro tunante como Bergman o como Polanski que jamás ponía una mujer fea delante de la cámara.

Es cierto que en alguna de sus películas veías crecer la hierba como dijo una vez el malvado de Gene Hackman. Pero nosotros, los adeptos del maestro, sabíamos que estos interludios vegetales tenían su función: repensar el último diálogo y tomar aire para afrontar el siguiente, con la mente despejada y la postura retomada. Y quizá, también, con un piscolabis en el regazo, para que el cerebro se reaprovisionara de fósforo y no se perdiera ni una sola de las agudezas verbales. En las películas de Rohmer no hay duelos de espada láser ni persecuciones de la policía, pero a veces se desencadenan batallas de raperos que escupen filosofías de apuntar incluso en el cuaderno, de lo listos que son ellos, y de lo agudas que son ellas, siempre gente leída, o cultivada, o con un sexto sentido para desenmascarar los disfraces del amor y del orgullo.

En esta película, sin embargo, Rohmer se va por los cerros de la política para dejar claro que él es apolítico pero de derechas, como decía Jaume Canivell en “La escopeta nacional”. Pues bueno... Algún defecto tenía que tener. Su alter ego en la película es el maestro del pueblo: un tipo feo, medio loco, que defiende los valores de la vida rural -el paisaje y la tranquilidad- y que se enfrenta al alcalde socialista que quiere construir una mediateca en mitad de un prado de vacas. Poca cosa para hacer altas ideologías, la verdad. Y menos ahora, treinta años después, cuando la vida rural  y la vida urbana ya son prácticamente la misma. Los todoterrenos, las motos, las furgos, los quads, los bugas... Todos los cacharros atronadores han tomado posesión de los senderos y los bosques. Ya no existe el silencio en ningún lugar gracias al Mitsubishi Montero que llegó a Majaelrayo para visitar al abuelo y joderlo todo.





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Pauline en la playa

🌟🌟🌟


“Pauline en la playa” no se podría haber rodado hoy en día. Le han caído cuarenta años como cuarenta castañas. Como cuarenta marejadas de la playa francesa donde se rodó. Es más: ya no se debería rodar. Su planteamiento es inasumible. Incluso en las casas más comprensivas con las debilidades humanas -y la mía tiene hasta un sello distintivo clavado en el portal- se te arquean las cejas de extrañeza, y se te queda una cara de cómplice involuntario. Lo de esta película de Eric Rohmer es un escándalo, que cantaría Raphael.

Pauline es una chavala de quince años a la que pretenden hombres hechos y derechos, aunque bastante retorcidos. A la que pretenden sexualmente, quiero decir. Inequívocamente. Ellos, en la época de berrea, la manosean en el jardín o la despiertan de la siesta a lametones. Pauline les rechaza con un empujón o con una patada, pero luego se descojona de la risa. Y ellos se descojonan a su vez, disimulando la erección, y diciendo que bueno, que al fin y al cabo ellos son hombres, y ella una mujer, o una mujercita...

Un juego muy turbio de alcobas secretas que la misma tía de Pauline, lejos de denunciar, jalea y aplaude como una madame de prostíbulo playero. Como a ella le sobran los amantes -porque es una mujer de cuerpo mareante, y rubia como una vikinga de Normandía- a los hombres despechados, para que no se enojen demasiado mientras la esperan, les anima a que se acuesten con  su sobrina Pauline. Así -dice ella- matamos dos pájaros de un tiro: tú te mantienes en forma y de paso le enseñas a Pauline las artes amatorias, que ya va siendo hora de que espabile con lo mosquita muerta que es, y con esos tontos del haba que la pretenden, y que no sabrían hacer una O con su canuto a medio crecer.

Se te cae un poco la quijada, sí, en algunos diálogos.... La fruta que estabas cenando se queda a medio camino entre el cuenco de colorines y la boca boquiabierta. La película está bien, como todas las de Eric Rohmer: tiene su chicha verbal amén de la chicha inapropiada. Pero una incomodidad recorre mi espalda durante toda la proyección. Una comezón moral de espectador del siglo XXI.



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La buena boda

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Si el otro día, en “Las noches de la luna llena”, una mujer afirmaba que ella nunca se enamoraría de alguien que no la correspondiera porque entendía que el amor solo existe si se retroalimenta, hoy, en otra película del mismo Eric Rohmer, otra mujer se enamora perdidamente de un hombre que -para decirlo llanamente- no le hace ni puñetero caso. Ni puto caso, como decíamos en mi barrio.

Estamos, pues, en el contrapunto exacto. En el tormento verdadero del amor, que es el amor unidireccional, el que no recibe respuesta satisfactoria de la persona amada. Solo cortesías y evasivas al teléfono. Un amor que no entra en “feedback”, como dicen ahora los ponentes en los cursillos. El amor que en el culo rebota y en tu cara explota, que también decíamos en el barrio.

La buena boda no es una boda real, sino la que Sabine, enamorada de Edmond tras solo un par de conversaciones, ya planea con todo lujo de detalles. Y no solo la boda, sino la vida marital, con ella convertida en un ama de casa tradicional, a contracorriente de los tiempos. Sus amigas se escandalizan, y la tachan de neoconservadora, de contraria el feminismo. Pero Sabine, en un argumento sorprendente, quizá más feminista que ninguna, les razona que lo mismo da ser esclava de un marido que de un empresario que la explote. Que la esclavitud es el destino último e insoslayable hasta que no llegue la revolución proletaria. O sea, que no habrá feminismo sin socialismo, y viceversa.

Sabine es una mujer extraña, ensimismada, ciega a las señales evidentes. Tiene, además, una amiga medio boba que la anima a perseverar cuando es obvio que el tal Edmond no está por la labor. Se dan todos los ingredientes necesarios para una tragedia morrocotuda si no fuera porque Sabine tiene una capacidad envidiable para engañarse a sí misma. Un ego más alto que la torre Eiffel, y más extenso que los viñedos de Burdeos. Capaz de construir todo tipo de castillos en el aire: los negativos y los positivos. Una desnortada de manual. Un caso clínico.




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