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Vida oculta

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Ver Vida oculta es como estar con una supermodelo sin luces, o con un supermodelo sin estudios: fascinante, en lo visual, pero decepcionante, cuando abre la boca. Vida oculta eleva a tres horas de duración una historia que no da para más de hora y media, con todo lo que hay que ver por ahí, en el cine, y en la vida, y en el mundial de billar, que ya comenzó en otro canal.

    Franz Jägerstätter -que vivía en el paraíso terrenal de las montañas de Austria, con su esposa y sus tres hijas, en el mismo pueblo donde Heidi jugaba con Pedro y Julie Andrews cantaba al sol de la mañana- es reclutado por la Werhmacht para combatir en la II Guerra Mundial, él se niega, se declara objetor de conciencia, le dicen que bueno, que se aliste al menos para ayudar en los hospitales, o en las fábricas de armamento, él insiste en no prestar juramento al Führer y al final, claro, le cortan la cabeza en una prisión grimosa de Berlín, con la guillotina que uno pensaba de uso exclusivo de los franceses.



    Vida oculta es sota, caballo y rey: planteamiento, desafío, desenlace. Hora y media, lo dicho. Pero la película, claro, es de Terrence Malick, y aunque siempre prometemos que la próxima vez vendremos con el alma limpia, la paciencia reforzada y el culo pinchado con tranquilizantes, hay un momento en el que invariablemente, porque somos humanos y limitados, el alma se enturbia, la paciencia se desfonda, y el culo busca excusas para levantarse, pasear, aplazar la función hasta encontrar un rato más fecundo de la atención.

    La otra cosa muy cuestionable de Vida oculta es la santidad de su personaje. Mejor dicho, de su beatitud, que de momento es el grado de pureza que le ha concedido el Vaticano. Malick nos presenta a Franz Jägerstätter casi como un espíritu puro, como un Jesús en el Anschluss del III Reich. Un ejemplo a seguir. En fin… Mientras Malick le adora, su mujer le aplaude, y el público católico le pone velas a ver si cae una Quiniela, o una Primitiva, yo, en mi sofá, no termino de tragar al personaje. Cuando se es padre de tres niñas pequeñas, el primer deber biológico y hasta divino es sobrevivir. Franz sólo tiene que hacer un juramento en falso, contradicho por su corazón. Dios sabe de qué va la vaina, y comprenderá. Pero ni aún así. Su virtud se convierte en empecinamiento; su ejemplo, en calcificación. Su pequeñez, en un ego tan grande como las montañas.




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El joven Karl Marx

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En el desarrollo embrionario del movimiento obrero, los socialistas se dividían entre el Frente Popular de Judea, liderado por los Monty Python, y el Frente Judaico Popular, liderado por Karl Marx y Friedrich Engels. Y luego estaban los anarquistas, claro, que venían de la estepa asiática arrasando como los hunos. 

    Mediado el siglo XIX, el zigoto revolucionario se había subdividido en varias células que discutían entre sí. Una aberración biológica que ha llegado hasta nuestros días en forma de parlamentos fragmentados y derechas siempre triunfantes. Todo empezó con aquel blastocito de proto-rojos con reloj de bolsillo que discutían en los cafés, y en las redacciones de los periódicos. Incluso en los prostíbulos respetables, enardecidos antes del desahogo sexual, o con más mansedumbre, en la relajación de los instintos.

    Los anarquistas como Bakunin confiaban en la superioridad numérica de los pobres y abogaban por lanzarse a la calle directamente y liarse a hostias con la policía. Otros, los socialistas más flemáticos, predicaban una especie de reconciliación con la burguesía para avanzar juntos hacia el horizonte de un nuevo amanecer. Y luego, a medio camino entre la violencia y la reconciliación, estaban los marxistas-engelistas, que empezaron siendo sólo dos fulanos, Marx y Engels, dos tipos concienzudos que querían empezar la casa de la revolución por los cimientos, y no por el tejado, y dotar al movimiento de un corpus teórico, de una sapiencia sobre estructura económica. Atacar la Estrella de la Muerte con unos planos que señalaran el punto débil de la burguesía, no lanzarse a lo loco con los X-Wings pilotados por obreros famélicos, ni pretender, tampoco, como esos tontainas de los utópicos, llegar a acuerdos fraternales con el Emperador de los austro-húngaros o el Darth Vader de los prusianos.

    Y en estas refriegas políticas de tipos con sombrero de copa transcurre El joven Karl Marx, que lo mismo podría haberse titulado el El joven Friedrich Engels, la verdad, pues tanto monta monta tanto, el judío exiliado como el hijo del empresario. Supongo que El joven Karl Marx es un título más comercial, más mainstream, porque de Marx, más o menos, aunque sea para ponerlo a parir, todo el mundo ha oído hablar, pero de Engels, que fue su compitrueno cuando llovían las tormentas y las hostias, sólo saben cuatro gatos que fueron a clase en el bachillerato.

    O ya puestos, La joven Jenny Marx, que es ese personaje intrigante que nació para ser baronesa y decidió seguir a su marido por los cuchitriles de media Europa, haciendo la revolución. Por amor, o por convicción, o por ambas cosas a la vez. Exige un spin-off.




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