Mostrando entradas con la etiqueta Vicky Krieps. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Vicky Krieps. Mostrar todas las entradas

La isla de Bergman

🌟🌟🌟


Si yo tuviera mil millones de dólares también me iría a vivir a la isla de Farö, como Ingmar Bergman. Nos ha jodido. Y si allí no hubiera sitio, o no me dejaran desembarcar, porque los españoles tenemos una orden de alejamiento de estos lugares civilizados, buscaría otra isla muy parecida por el mar Báltico, también muy lejos de La Pedanía y de sus coches, de la canícula en verano y de los gritos en las terrazas. Me iría muy lejos de la estridencia, de la masificación, de la gente en general. Mis contactos sociales serían los pocos suecos y suecas que me proveyeran de lo necesario: el panadero, la cartera, el fontanero, la mujer de la farmacia... El tío que arregla la antena parabólica sobre todo. Good morning y tal.

Sin embargo, yo sé que T. no estaría a gusto en la isla de Bergman, ni en cualquier otra isla que el gobierno sueco -o el letón, me da lo mismo- nos indicara. Ella es de otros climas y prefiere otro tipo de aislamientos. Su misantropía es de grado 2, de las que no se tratan en psiquiatría, mientras que la mía es de grado 7, ya rayando lo anacoreta y lo perturbado. Pero para compensarla -como ya digo que seríamos multimillonarios- pasaríamos los inviernos boreales en la isla de Jamaica, donde ella sería feliz al ritmo del caribe. Mientras ella disfruta del sol y de la vida, yo viviré escondido debajo de una palmera hasta que mi “personal assistant” me llame del Báltico para decirme que las nieves ya se han retirado de la isla, y que está todo preparado para regresar: la casa de la hostia, con sus ventanales, y el jardín de florecillas, sin vecinos dando por el culo. Solo el rumor del mar y el silencio de los suecos, que ya se mueven únicamente en bicicleta, o en coche eléctrico, como fantasmas silenciosos de otro mundo.

La película en sí es un nadería. La podría haber rodado el mismo Bergman en uno de sus pestiños autorreflexivos. Al principio sale mucho la isla de Farö y yo fantaseo locamente con mi mudanza. Pero luego hay desamores, interiores, mezclas de realidad y de fantasía... Me pierdo un poco, la verdad. En el fondo es una paja mental inspirada en el gran maestro de los ermitaños. Alabado sea.





Leer más...

Tiempo

🌟🌟🌟


La Pedanía, como lo playa de “Tiempo”, también es una singularidad en la estructura del universo. El vórtice berciano... Al final no era la manzana reineta, ni la uva Mencía: el hecho distintivo era el paso del tiempo, que aquí se acelera, se desboca, atraviesa la mañana y la tarde con una furia de años enardecidos.  Ya los romanos que vinieron a por el oro cayeron como moscas. Es un hecho muy poco conocido porque lo contaba Plinio el Viejo en un texto que luego se perdió. Los legionarios llegaban por la mañana siendo jóvenes y aguerridos, y por la noche, cuando se calentaban en las fogatas, ya eran veteranos que pensaban en la jubilación. Y luego, de madrugada, mientras dormían, morían. Al final eran los lugareños, inmunes a esta aceleración, los que sacaban el oro de la montaña y lo llevaban a la frontera del vórtice, para comerciar con él.

Cuando me vine aquí, al exilio laboral, mi madre me advirtió que El Bierzo era un lugar muy extraño envuelto en nieblas de agua y en vapores de etanol. Algo así como el planeta Dagobah... Al principio sonaba a profecía exagerada, la verdad, porque La Pedanía era un lugar tan bonito como la playa de Shyamalan, o incluso más, con su verde y sus montañas, sus viñas y sus perretes. Una aldea apartada donde yo esperaba encontrar el reposo definitivo de mis huesos. Veintidós años después, que han pasado como si fueran cuatro horas, La Pedanía es un bullidero de coches y bares, de furgonetas de reparto que atraviesan las calles echando fuego por el motor. Un asco de modernidad, de prisas, de paraíso acosado por el automóvil. El signo de los tiempos, que llegó en un abrir de ojos. A las tres de la tarde se pusieron a construir; a las cuatro, asfaltaron; a las cinco pusieron los semáforos y a las seis abrieron los bares para que se jodiera el encanto y el sosiego.

Es tal cual como en la película de Shyamalan... Esta misma mañana mi hijo era un bebé que dormía en su cunita, y ahora, a las siete de la tarde, mientras yo escribo estas líneas, ya ni siquiera vive aquí, emancipado en otra ciudad donde el tiempo sí respeta el calendario. Y no como aquí, que lo atraviesa como un relámpago, y lo masacra.




Leer más...

El joven Karl Marx

🌟🌟🌟

En el desarrollo embrionario del movimiento obrero, los socialistas se dividían entre el Frente Popular de Judea, liderado por los Monty Python, y el Frente Judaico Popular, liderado por Karl Marx y Friedrich Engels. Y luego estaban los anarquistas, claro, que venían de la estepa asiática arrasando como los hunos. 

    Mediado el siglo XIX, el zigoto revolucionario se había subdividido en varias células que discutían entre sí. Una aberración biológica que ha llegado hasta nuestros días en forma de parlamentos fragmentados y derechas siempre triunfantes. Todo empezó con aquel blastocito de proto-rojos con reloj de bolsillo que discutían en los cafés, y en las redacciones de los periódicos. Incluso en los prostíbulos respetables, enardecidos antes del desahogo sexual, o con más mansedumbre, en la relajación de los instintos.

    Los anarquistas como Bakunin confiaban en la superioridad numérica de los pobres y abogaban por lanzarse a la calle directamente y liarse a hostias con la policía. Otros, los socialistas más flemáticos, predicaban una especie de reconciliación con la burguesía para avanzar juntos hacia el horizonte de un nuevo amanecer. Y luego, a medio camino entre la violencia y la reconciliación, estaban los marxistas-engelistas, que empezaron siendo sólo dos fulanos, Marx y Engels, dos tipos concienzudos que querían empezar la casa de la revolución por los cimientos, y no por el tejado, y dotar al movimiento de un corpus teórico, de una sapiencia sobre estructura económica. Atacar la Estrella de la Muerte con unos planos que señalaran el punto débil de la burguesía, no lanzarse a lo loco con los X-Wings pilotados por obreros famélicos, ni pretender, tampoco, como esos tontainas de los utópicos, llegar a acuerdos fraternales con el Emperador de los austro-húngaros o el Darth Vader de los prusianos.

    Y en estas refriegas políticas de tipos con sombrero de copa transcurre El joven Karl Marx, que lo mismo podría haberse titulado el El joven Friedrich Engels, la verdad, pues tanto monta monta tanto, el judío exiliado como el hijo del empresario. Supongo que El joven Karl Marx es un título más comercial, más mainstream, porque de Marx, más o menos, aunque sea para ponerlo a parir, todo el mundo ha oído hablar, pero de Engels, que fue su compitrueno cuando llovían las tormentas y las hostias, sólo saben cuatro gatos que fueron a clase en el bachillerato.

    O ya puestos, La joven Jenny Marx, que es ese personaje intrigante que nació para ser baronesa y decidió seguir a su marido por los cuchitriles de media Europa, haciendo la revolución. Por amor, o por convicción, o por ambas cosas a la vez. Exige un spin-off.




Leer más...