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Septiembre 5

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Si yo fuera uno de mis excuñados -el de la cara de merluzo, o el de los whiskys en el puticlub- te diría que yo tenía cinco meses cuando se produjo el atentado terrorista de los Juegos Olímpicos de Múnich, y que por tanto no estoy capacitado para emitir un juicio político sobre el asunto. Es lo que siempre respondían esos indocumentados cuando salía el tema de la Guerra Civil o del Holocausto: ni puta idea, no lo dimos en el insti, yo no estuve allí, ¿tú  estuviste allí para opinar...?, y les funcionaba. Se hacían los tontos -o los muy listos- y se quitaban de encima la hostia de problemas.

De todos modos, “Septiembre 5” no es un estudio político sobre aquel atentado que todavía resuena cuando se celebran unos Juegos Olímpicos. Ni siquiera sirve como preámbulo para volver a ver el “Múnich” de Steven Spielberg aunque te entren muchas ganas de recordar la belleza traicionera de Marie-Josée Croze. “Septiembre 5” va de servicios informativos y de transmisiones por vía satélite apenas tres años después de la llegada de Neil Armstrong a la Luna. Un pasado analógico como de cultura achelense o auriñaciense. La chavalada de hoy en día fliparía si viera por accidente “Septiembre 5”. No terminaría de creerse que sus padres crecieron en una tecnología prácticamente paleolítica, con medio cuerpo todavía en las cavernas. 

Por aquel entonces, en 1972, la tecnología televisiva estaba tan atrasada que en algunos aspectos iba por detrás de la realidad. Porque la realidad, al menos, siempre ha sido en colorines, y en colorines muy vivos, un milagro electromagnético que los televisores modernos todavía no han podido reproducir. En las provincias del subdesarrollo, las teles emitían en un blanco y negro que  nunca era nítido del todo porque siempre salía con electricidad estática o con una neblina temblona como de fiebre muy alta. La culpa era de la pobreza, sí, pero sobre todo de aquellas antenas famélicas salidas de los tebeos de Mortadelo y Filemón, o de la Rúe del Percebe nº 13.




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La delgada línea roja

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Cuando rugen las ametralladoras, La delgada línea roja no escatima sangres ni intestinos para hacernos entender la brutalidad de una guerra. Pero luego, cuando el silencio se apodera de la isla de Guadalcanal, la cámara pasea por la naturaleza exuberante para lamentar tanta herida abierta y tanto salvajismo de los humanos. Así resumida, la película parece una obra comprometida, antibélica, de claro mensaje pacifista. Pero no lo es. Es una película fascinante en lo formal, pero muy tramposa en su denuncia. El soldado Witt, que es la voz en off que aprovecha los remansos del combate para reflexionar , se hace mil preguntas del tipo: "¿qué oscura ceguera se ha apoderado de los hombres?", o "¿cuánta crueldad somos capaces de asimilar?" "¿En qué momento nos desviamos del recto camino de la fraternidad?," y cosas así, solemnidades que no conducen a nada, sólo a la filosofía barata, y a la ocultación torticera de los hechos.


    Al soldado Witt habría que explicarle que la guerra nunca es producto de una insania, de una locura transitoria. Aunque su desarrollo sea caótico y brutal, la guerra siempre obedece al interés concreto de unos fulanos muy avariciosos que jamás luchan en ella. Y que jamás, tampoco, envían a sus hijos al frente. Mercaderes que cuando ven peligrar sus beneficios presionan a los gobiernos para abrir rutas, expandir mercados, acceder a materias primas. Desde las Guerras Púnicas a la invasión de Irak pasando por la II Guerra Mundial... El soldado Witt -y con él Terrence Malick, que es como el ventrílocuo que mueve el muñeco- prefieren hacerse los suecos ante estas evidencias de lo bélico, y se lanzan a la poesía sobre la podredumbre humana, y sobre el Mal que habita en nuestro interior... Bah. Gilipolleces. De nuevo el pecado original, como predican los curas en su falacia de cada domingo. Yo entiendo que La delgada línea roja no aproveche el silencio de los cañones para darnos una lección sobre la geopolítica de los años cuarenta en el Océano Pacífico. Para eso ya están los documentales, y los libros de historia. Pero que tampoco nos tomen por tontos, con su literatura espiritual, y su antropología de catecismo.


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