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Septiembre 5
Memory
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1. Comienzo a ver “Memory” en el tren que me lleva de León a Ponferrada. Es el último día de mis vacaciones de Navidad. No me quejo. Tantos días libres te hacen soñar con la libertad absoluta y eso no es bueno para el espíritu.
2. Elijo “Memory” en mi ordenador porque solo me queda media hora para llegar y no quiero empezar una película que tenga mejores perspectivas. Con “Memory” me ahogo en un mar de dudas. La sinopsis es, cuanto menos, ridícula. Hay muchos espectadores que se chotean de la película por las redes.
En realidad he elegido "Memory" porque actúa en ella Jessica Chastain. Nada más. Mi amor por Jessica -vaya por delante- es puro y muy respetuoso. No la cosifico para nada. La deseo sí, pero en cuerpo y alma. Yo creo que en realidad su reino no es de este mundo, como aquél de Jesucristo. Terrence Malick, en “El árbol de la vida”, opinaba lo mismo que yo.
También es verdad que he descargado “Memory” porque la dirige Michel Franco, ese tipo que una vez me dejó muy perturbado con “Nuevo orden”, tan fallida como estimulante.
3. Veo 20’ antes de ponerme nervioso con la llegada del tren. Es noche cerrada y no hay avisos por megafonía. Si me despisto, podría acabar, qué se yo, en Orense. Además, hay un niño que va dando por el culo todo el rato con sus berrinches. Es el pan nuestro de cada tren. Nacen pocos y aun así son demasiados...
4. La película, como me temía, es tendente al rollo y al extravío. Más que eso: es absurda. Podría borrarla y hacer como que nunca existió. En el barullo de las ropas y las maletas me olvido de darle al icono de la papelera.
5. Pasan los días y de pronto me acuerdo de que tengo “Memory” esperando sentencia definitiva. Sólo por ver a Jessica Chastain le concedo una segunda oportunidad. Elijo la hora de la siesta en un acto de desconfianza. Al poco me quedo dormido como un ceporro.
Cuando desperté, Jessica seguía ahí, tan bella como siempre. Pero su personaje, ay, es incomprensible. Se supone que es una mujer traumatizada con los hombres por los abusos que sufrió de niña, y sin embargo se enamora de un notas con demencia senil que jamás sabes si va a besarte o a agredirte.
6. Aguanto 15’ y me vuelvo a quedar adormilado. El final de la película lo paso a x8 de velocidad. Me pierdo a Jessica, sí, pero recupero mi vida anterior, que sin ella, también es verdad, es un poco más triste.
The Batman
🌟🌟🌟
De niño yo quería ser
Batman cuando jugábamos a superhéroes. Y supongo que no era por casualidad: Batman
era el superhéroe sin superpoderes; el que perdería la pelea contra cualquier
amiguete de la Marvel, o de DC Comics, si llegaran a enfadarse. Si se convirtieran
–por ejemplo- en unos superhéroes de izquierdas disputándose una relevancia o
un sillón municipal. Batman –o The Batman, como le llaman ahora- podría
aguantar un rato las acometidas, pero nada más. No tendría nada que hacer
contra los hostiones subatómicos, los rayos flamígeros, las miradas asesinas...
Había otro Juan Palomo en
el mundo de los superhéroes que todo se lo guisaba y todo se lo comía sin venir
de ningún planeta lejano, ni haber sido traspasado por ninguna radiación. Era
Tony Stark, que se convertía en Iron Man embutiéndose en corazas que
apatrullaban la ciudad. Pero nosotros, de pequeños -hablo de hace 40 años o
más- sólo conocíamos a Tony Stark de manera tangencial, y por eso nadie elegía
su papel cuando salíamos a la calle a jugar al burrismo –la calle de León,
cerrada, sin coches, de barriada pre-suburbial- y nos repartíamos los papeles.
Batman molaba. Y sigue
molando, aunque la película sea tan oscura y tan soporífera que a veces no le
ves, o solo le adivinas. Mola su aire siniestro, nocturno, de gótico
estilizado. Un tipo parco en palabras pero musculado en el pecho. Y su mentón,
que las deja patidifusas, o acojonados, bajo la máscara de murciélago. Y los
picachos como antenas, como agujas de catedrales, que yo por mi parte siempre preferí
largos y afilados. Batman molaba, ya digo, y además tenía unos gadgets de la
hostia, y el Batmóvil que furrulaba. Pero al final nadie le escogía por aquello
de ganar la batalla decisiva antes de subir a merendar: la Masa era más fuerte,
Spiderman más escurridizo, Supermán más de todo... Y Thor era un dios
invencible armado de su Mjölnir.
Batman, a fin de cuentas,
solo era un millonario que jugaba a los superhéroes como hacíamos nosotros, en
los ratos libres, entre que salía de un consejo de administración y llegaba al
cocktail de otros millonarios con bellas señoritas.
La hija oscura
🌟🌟
Después de mucho revolver
en las carpetas del disco duro, al final nos pusimos a ver “La hija oscura”.
Pero un poco a oscuras también: a oscuras de habitación, ya de anochecida, y a oscuras
de conocimientos, con pocos datos sobre el material. Solo que salía Olivia
Colman y que había estado nominada al Oscar por su trabajo. Y suficiente, en
verdad, más que suficiente, porque cuando Olivia se pone ella es superlativa y
llena la pantalla con un algo de catedrática.
“Va, venga, la de Olivia
Colman...”, acordamos en la última ronda de negociaciones, y al principio nos
las prometíamos muy felices porque ella salía todo el rato, de vacaciones en un
hotel junto al mar. Olivia paseaba, tanteaba el terreno, observaba atentamente
a los niños, y nosotros, en los silencios, aprovechábamos para alabarla: qué
bien estaba Olivia Colman en aquella película, la de la reina, y en aquella
otra, la del Alzheimer. Qué actriz, qué portento, qué presencia...
Pero la película, al
menos en su inicio, es eso, oscura. Como la hija del título. Olivia es una
mujer enajenada que tiene comportamientos raros y... oscuros. Van veinte
minutos de película y Olivia ya está harta de sus vacaciones: no la dejan leer,
no la dejan escribir, no la dejan disfrutar del silencio. Es como en las
vacaciones de los proletarios, aunque ella vaya de finolis. Pero no van por ahí
los tiros de su tristeza. Lo de Olivia es como un trauma que se le quedó. En
los flashbacks que la asaltan suponemos que sale ella de joven, incómoda con
una maternidad que la supera, o que la desborda, algo así. Los recuerdos son
extraños, y el presente muy turbio. Es todo confuso y raro. Y en el reloj del
ordenador acababan de darnos la una de la madrugada...
A esas alturas aún no
sabíamos si Olivia tenía uno de esos días o si padecía una enfermedad
diagnosticada en el DSM V. Pero ya nos daba igual. Yo, por mi parte, me quedé pajarito,
piando a T. mi estupor. Muy bajito.
Dopesick
🌟🌟🌟
El mundo lo dirigen cuatro hijos de puta desde sus despachos
acristalados, o desde sus mansiones inaccesibles, cuando huyen del downtown y
siguen robando al borde de sus piscinas. Es bueno recordarlo de vez en cuando, porque
los periódicos y los telediarios no contribuyen gran cosa a esta certeza. Si te
fías de la prensa canalla -y toda la prensa respetable es canalla-, aquí los
que mandan son los políticos, los “representantes elegidos por el pueblo”, y no
-por poner un ejemplo paralelo al de “Dopesick”- nuestros empresarios energéticos,
a los que nadie pone freno en el recibo de la luz. Hemos votado a un gobierno
de izquierdas para esto... Hay muchas familias Sackler por ahí sueltas: unas
venden opiáceos peligrosos y otras se forran a costa de tu derecho a tener
encendida la lamparilla de noche. Unos hijos de puta, ya digo, de los que solo
queda constancia documental en las páginas color salmón, y en las revistas
especializadas del latrocinio -digo, perdón, de los negocios-, que nadie
sin jayeres para invertir se pone a leer en su sano juicio.
Es por eso -porque nos quieren engañar todos los días, y
luego dicen del régimen de los chinos- que hay que recurrir a ficciones como “Dopesick”
para recordar quién corta el bacalao de todo lo que consumimos: sociópatas sin
escrúpulos, y psicópatas sin moral. Nacer sin esas excrecencias del espíritu allana
mucho el camino para triunfar en los negocios. Y luego están los Nazgûl, los sicarios
de Sauron, que son esos ejecutivos con maletín y corbata que yo, personalmente,
cada vez que me los cruzo en un banco, en un despacho, en cualquier asunto que
tenga que ver con esquilmar al proletariado, me pongo a temblar. En su presencia
hago gestos de “vade retro” con mis
manos en los bolsillos y me cago en sus muelas como Chiquito de la Calzada,
pero entre dientes. Si los Sackler del mundo son la fuente de la maldad, estos
tipejos, y estas tipejas, son los vectores de su transmisión. Los que te
convencen de traicionar tus propios intereses con una sonrisa Profidén y una
seguridad arrebatadora. Los otros hijos de la gran puta, o del gran putero, lo
mismo da.
Jackie
La primera vez que vi Jackie fue un día raro de
cojones. Recuerdo que vi la película a media tarde, llevado por el nombre de
Pablo Larraín, que suele ser una apuesta segura, y que terminé la película demudado,
tocado en cierta parte del espíritu. Natalie Portman -tan hermosa como siempre,
quizá la mujer de mi vida aunque ella no lo sepa- logró que yo
me conmoviera por esta mujer tan aristocrática y tan alejada de mi mundo.
Natalie no interpretaba, sino que era, Jacqueline Kennedy, destrozada tras el asesinato
de su marido. Tan desorientada, tan perdida de pronto en un mundo que creía
fortificado, el Camelot de los cuentos de hadas, que tardó un día entero en quitarse el traje de color rosa, manchado de sangre, y de restos de cerebro. La escena de su
ducha en la Casa Blanca, a pura sangre y a pura lágrima, es una de las más terribles del
cine contemporáneo. Da mucho más miedo que aquella de Hitchcock en el motel.
Después de ver la película vino a buscarme a casa quien era mi pareja de
entonces. Tuvimos un sexo extraño, volcánico, íntimo hasta la médula. Nos
quedamos mucho rato en silencio, tratando de asimilar lo que nos había sucedido.
Nos daba miedo abrir la boca. Fue, paradójicamente, el principio del fin. Luego nos vestimos para ir a la ópera, como si
viviéramos, precisamente, dentro de una película de aristócratas. Por un momento,
camino del teatro, pensé que ella era como Jacqueline, y yo como John, y que sólo
una desgracia morrocotuda conseguiría separarnos... Cuando todo terminó, yo
también me duché para desprenderme de su presencia. A lágrima viva, y a
estropajo puro.
Hoy vuelto a ver Jackie en la soledad del confinamiento. Han
llovido mares de gotas y de recuerdos desde entonces. Ahora la vida es muy distinta, pero
también es rara de cojones. Está visto que no puedo ver esta película en un
contexto normal, con mantita, y compañía, y el mundo de afuera más o menos
arreglado. Esto de ahora es la Nueva Normalidad, que es un eufemismo bastante
desafortunado. Jackie, por cierto, ya nunca conoció la normalidad después de todo aquello.
The Looming Tower
En el momento de su construcción, las Torres Gemelas de Nueva York fueron el desafío fálico de los americanos hacia el resto del mundo: nosotros no sólo la tenemos más grande, sino que además tenemos dos, dos de todo, como decía Benito González agarrándose los testículos en Huevos de oro. Años más tarde, en varias geografías del mundo, se construyeron torres más altas que las gemelas para ver que satrapía la tenía más grande. Pero a los enemigos de Norteamérica se les quedó grabada aquella fanfarronada del doble pene que dominaba la bahía, y cuando los muchachos de Mohamed Atta -si nos atenemos a la versión oficial- decidieron golpear en la misma entraña del monstruo, no perdieron mucho tiempo en elegir el objetivo humeante que acapararía las portadas de los periódicos.
Mientras tanto, al otro lado de la ideología y de la religión, un grupo de contumaces también muy sexualizados sueña con los polvos que echarán con 72 huríes nada más atravesar los ventanales de las dos pollas desafiantes... Todo es sexo. Siempre es sexo.