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Rambo: Acorralado parte II

🌟🌟

De chaval tuve unos amigos fascistas que la alquilaban continuamente en el videoclub. Es por eso -y no por otra cosa- que vi “Rambo II" muchas veces, tantas que ahora que la encontré en Movistar + aún recordaba las escenas y los diálogos. Se podría decir -aunque sea contrario a mi voluntad- que “Rambo II” dejó huella en mi cinefilia, aunque no surco, porque en esos bancales yo no he vuelto a plantar ni una mísera cebolla. 

A mediados de los años ochenta yo era un agente del KGB infiltrado en los Maristas de León. Mis padres, tan rojos como aquellos padres de “The Americans”, me enviaron a estudiar tras las líneas enemigas para hacerme un hombre de provecho gracias a la disciplina de los curas; pero, sobre todo, para pasar informes al comisario político de nuestra zona, que luego los traducía al ruso y los enviaba a Moscú disimulados en una partida de embutidos. 

(En el cajón de los recuerdos aún guardo la Orden Infanto-Juvenil de Lenin que el camarada Petrovich, delegado provincial, me impuso en un acto muy secreto y cargado de emociones).

Mis amigos, ya digo, eran todos unos fascistas o estaban en proceso de convertirse. Uno llegó a ser menetérico y a pedir destino voluntario en el País Vasco para (sic) ametrallar a los etarras como hacía Rambo con los charlies del Vietcong. Los demás disimulaban algo mejor, pero al final, cuando se hicieron hombres, terminaron votando al PP porque no había otra cosa más decente a su derecha. Supongo que ahora serán palmeros de Alvise Pérez, el “Rambo del Telegram”.

Infiltrado en sus filas, yo también aplaudía cuando Rambo desenvainaba el cuchillo y le abría las tripas a un maldito comunista; o cuando disparaba una flecha con punta explosiva y se cargaba tres poblachos arroceros de una vez; o cuando ajusticiaba sin piedad a esos amarillos malnacidos que querían invadir Wyoming para convertir los ranchos de vacas en koljoses o en sovjoses, que nunca aprendimos la diferencia. 

Al terminar la película, yo regresaba a mi casa, elevaba acta al camarada Petrovich y recorría la ciudad para alquilar, en otro videoclub muy lejano, el “Octubre” de Eisenstein.





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