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Rambo: Acorralado parte II

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De chaval tuve unos amigos fascistas que la alquilaban continuamente en el videoclub. Es por eso -y no por otra cosa- que vi “Rambo II" muchas veces, tantas que ahora que la encontré en Movistar + aún recordaba las escenas y los diálogos. Se podría decir -aunque sea contrario a mi voluntad- que “Rambo II” dejó huella en mi cinefilia, aunque no surco, porque en esos bancales yo no he vuelto a plantar ni una mísera cebolla. 

A mediados de los años ochenta yo era un agente del KGB infiltrado en los Maristas de León. Mis padres, tan rojos como aquellos padres de “The Americans”, me enviaron a estudiar tras las líneas enemigas para hacerme un hombre de provecho gracias a la disciplina de los curas; pero, sobre todo, para pasar informes al comisario político de nuestra zona, que luego los traducía al ruso y los enviaba a Moscú disimulados en una partida de embutidos. 

(En el cajón de los recuerdos aún guardo la Orden Infanto-Juvenil de Lenin que el camarada Petrovich, delegado provincial, me impuso en un acto muy secreto y cargado de emociones).

Mis amigos, ya digo, eran todos unos fascistas o estaban en proceso de convertirse. Uno llegó a ser menetérico y a pedir destino voluntario en el País Vasco para (sic) ametrallar a los etarras como hacía Rambo con los charlies del Vietcong. Los demás disimulaban algo mejor, pero al final, cuando se hicieron hombres, terminaron votando al PP porque no había otra cosa más decente a su derecha. Supongo que ahora serán palmeros de Alvise Pérez, el “Rambo del Telegram”.

Infiltrado en sus filas, yo también aplaudía cuando Rambo desenvainaba el cuchillo y le abría las tripas a un maldito comunista; o cuando disparaba una flecha con punta explosiva y se cargaba tres poblachos arroceros de una vez; o cuando ajusticiaba sin piedad a esos amarillos malnacidos que querían invadir Wyoming para convertir los ranchos de vacas en koljoses o en sovjoses, que nunca aprendimos la diferencia. 

Al terminar la película, yo regresaba a mi casa, elevaba acta al camarada Petrovich y recorría la ciudad para alquilar, en otro videoclub muy lejano, el “Octubre” de Eisenstein.





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Fuego en el cuerpo

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Los hombres tenemos un cerebro independiente que vive en nuestra polla. Eso es archisabido, y lo recuerdan mucho en 1º de Biología. También enseñan que esa actividad neuronal, cuando se dispara, crea interferencias con nuestro pensamiento. El cerebro y la polla son como dos piedras que caen al agua y provocan ondas que se entrecruzan, a veces sumando esfuerzos y otras veces contrarrestándolos.

Vivir con dos cerebros es una experiencia insufrible que crea estropicios en nuestra biografía. Algo muy difícil de verbalizar cuando las mujeres, intrigadas, incapaces lógicamente de ponerse en nuestro lugar, nos preguntan por nuestra configuración interior. Por nuestro software de machos inquietos que nunca dejan de mariposear. 

Del mismo modo que nosotros no entendemos sus vaivenes emocionales, ellas no entienden nuestro diunvirato neuronal, y se rascan la cabeza incrédulas y pensativas. "No es posible", musitan, y prefieren pensar que con ese rollo solo queremos excusar nuestras contradicciones. Pero se equivocan. It's a true story.

    Nuestra polla, aunque parezca otra cosa, es la casita del bosque donde vive un antropoide que jamás evolucionó. Un primo lejano que se quedó ahí, en nuestros bajos, agazapado, de polizón biológico y tocacojones. Mientras el deseo y la conveniencia van cogidas de la mano, el hombre y el antropoide trabajan en colaboración, y es una maravilla saber que el criterio racional y la polla ensimismada han elegido la misma mujer adecuada y bellísima. Cantan los pájaros, y se estremecen las tripas, y uno piensa que así debe de ser el amor verdadero que cantan los juglares y filman los cineastas

    Pero ay, cuando el hombre dice que sí y el antropoide dice que no, o viceversa. Cuando la polla señala su deseo como una vara de zahorí y nosotros, desde arriba, intentamos convencerla de que se aleje, de que no siga. De que deponga su actitud. De que acecha el peligro en esa mujer de intenciones oscuras y ademanes de vampira. La lucha entre el hombre y su mono siempre es fiera, fratricida, y muchas veces no gana el ser más evolucionado. Sobre todo si hace mucho calor y se nos pega el fuego en el cuerpo.




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