1917
Eric
🌟🌟🌟
Mientras veo “Eric” siento que una mano metida en el culo me manipula los intestinos. A esto se le conoce, en los círculos cinéfilos, como el “mal de Rockefeller”. Ya que Benedict Cumberbatch interpreta a un trasunto de Jim Henson- que no de José Luis Moreno- me viene de perillas la referencia.
Quiero decir que viendo “Eric” no siento emociones por mí mismo: me las mangonean. Cuando no me aburro como una ostra -hay bastantes ratos así- puedo llegar a sentir asco, piedad, ansiedad..., pero es todo de garrafón, de segundas y terceras calidades. Yo sé que es esa mano la que pulsa las teclas adecuadas. La siento hurgar en mis entrañas y luego escucho el clic de las pulsaciones. En Eric es todo tan... falso. Tan prediseñado y comercial. Es el famoso algoritmo de Netflix.
Me acordé mucho de Nanni Moretti en su última película, “El sol del futuro”, cuando acudía a las oficinas de Netflix en Italia para vender un proyecto y le exigían acomodarse al algoritmo milagroso: un giro de guion cada diez minutos, nada de desnudos, música estruendosa, un caso policial, una mujer maltratada, un abuso infantil, un homosexual orgulloso, varias mujeres empoderadas y unos cuantos hombres que descubren sus sentimientos. Y una causa bonita como telón de fondo: algo relacionado con el medio ambiente o con la igualdad, o con la sempiterna lucha contra los poderosos. Es todo de un cinismo abrumador. Ya no recuerdo la perorata exacta que le soltaban al pobre Moretti, pero él tampoco les dejó mucho tiempo para explayarse antes de salir pitando por las escaleras.
Toda ficción es, por definición, una mano metida en el culo. Pagas -cuando pagas- para que te encuentren el punto de G de las emociones. Pero hay manos y manos. Las manos delicadas no fuerzan los sentimientos: los invitan a salir. Los seducen y los halagan. De pronto te sientes a gusto en el sofá y sabes que te están engañando un buen puñado de profesionales. Las manos de “Eric”, en cambio, son torpes y sobonas. Se creen la pera limonera porque han triunfado en muchos hogares testeados, pero se les nota el truco y la impaciencia. A mí me molestan o me hacen daño.
El poder del perro
🌟🌟🌟🌟
Del agua mansa me libre Dios, que de la brava me libro yo. Lo
decía mucho mi abuela cuando yo era pequeñín. Pero como era pequeñín, no
terminaba de entenderla. A mí me parecía más bien al revés: que Dios, o Jesusito
de mi Vida, que era niño como yo, estaban en la Torre de Vigilancia para defendernos
del agua brava: de las olas gigantes, y de los ríos desbocados. Y que para el
agua mansa -que era el agua de los charcos, o de los arroyos sin profundidad-
bastaba con pegar un saltito o coger la mano de mamá. Hablamos de las personas,
claro. Y de Benedict Cumberbatch en particular, que parece el río desbravado de
esta película.
Mi abuela hablaba de los bocazas como él, de los faltones pendencieros,
que a veces no son tan peligrosos como los pintan. O sí, según... Pero que aun
siendo peligrosos, se les ve venir a la legua y puedes levantar las barricadas.
Están ahí, enfrente, posicionados. En cambio, de los falsos que sonríen, de los
sicarios que disimulan, es mucho más difícil guarecerse. Los quintacolumnistas son
la gente más peligrosa que puedas imaginar. Pueden pasar por perfectos desconocidos
que te cruzas al pasar, pero también pueden ser tus amigos, tus parientes, cualquiera
que te siga el rollo. Tus amantes incluso. El peor enemigo puede ser quien te
besa cada mañana jurándote fidelidad mientras rumia su venganza, o planea su
deserción. El agua mansa...
Por otro lado, tengo que decir que me toca mucho los cojones
que la Biblia se meta tanto con los perretes, yo que tengo uno, y que además estoy
convencido de que ellos son los ángeles del Señor, inocentes y tontunos. Aquellos
barbudos del desierto que tanta turra nos dieron con sus guerras por el agua
-qué otra cosa, sino, es el relato de la Biblia- tenían a los perretes por seres
sucios, inmundos, poseídos casi siempre por diablos. Yo pensaba, siguiendo a mi
abuela, que lo del poder del perro hacía referencia al perro ladrador y poco
mordedor. O al poco ladrador pero peligroso de cojones. Pero no: no era eso.
Mecachis lo profetas. Eddie, a mi lado, asiente con su cabecita.
War horse
Doce años de esclavitud
Poco después de haber visto Doce años de esclavitud, en una de esas casualidades que a veces unen la vida real con la vida en las películas, los jugadores de la NBA, al otro lado del charco, han decidido plantarse y no jugar los partidos del día, a modo de protesta, de ya estamos hasta los cojones, porque la policía ha vuelto a abatir a un ciudadano negro por un quítame allá esas pajas. O directamente por nada, porque sí, porque los maderos andarían de mal jerol y a algo tenían que dispararle, como el señorito Iván en Los Santos Inocentes, a la Milana Bonita.
Vengadores: Infinity War
El otro día, en un foro de internet que suele hablar del amor y de las flores, regresaron las teorías conspiratorias sobre el origen de esta pandemia. Como avispas retornadas... El consenso general en Speaker’s Corner es que algún gobierno canalla ha soltado el virus para exterminarnos, así, en plural, a tomar por el culo todos, que uno se pregunta que harían los gobiernos sin nosotros, el pueblo llano: echar el cierre, quitarse las corbatas y ponerse a plantar lechugas, digo yo. Y agacharse a recogerlas, claro, que es lo más jodido, sin parias que estén dispuestos a cobrar la mitad de lo que cobrarías tú por el trabajo, para que en la próxima lechuga te propongan un nuevo contrato y agaches la cabeza, resignado. No nos aman, pero no pueden vivir sin nosotros.
El topo
No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.
Patrick Melrose
Yo soy de los que opina (y la edad, y las lecturas, y la esclerosis del pensamiento, me van haciendo cada vez más contumaz) que son los genes los que marcan nuestro carácter. Ellos son los pequeños Umpa-Lumpas que dirigen nuestro destino, como dijo Heráclito de Éfeso, que fue un sabio muy respetable que nada sabía de los guisantes cruzados de Mendel, ni de los enanos trabajando en fábricas de chocolate.
Las experiencias de la vida sólo ponen una capa de barniz al armazón de acero inoxidable: los pelos así o asá, tal música en el iPod, o en la radio del coche, el tatuaje en el brazo o en el culo, ciertos manierismos a la hora de hablar o de caminar por la calle… Los genes nos zarandean de aquí para allá hasta encontrar los amores o los trabajos, pero el barco siempre es el mismo, inmutable en su estructura desde el astillero que lo construyó hasta el desguace que lo despiezará. A veces la experiencia nos rasga una vela, o nos abre una vía de agua, o nos hace encallar en una playa para tomar decisiones importantes. Pero no suelen ser males que alteren el rumbo que venía inscrito en el código genético.
Agosto
Cuando no es Navidad, las familias mal avenidas tratan de esquivarse como pueden. Hijos y madres, sobrinos y abuelas, se inventan excusas para no coincidir y no terminar a voces o a reproches. O incluso a hostias. Fingen teléfonos entrecortados, enfermedades contagiosas, labores incompatibles... Pero llegan las fiestas entrañables y la mayoría no es capaz de resistir la presión. Son los anuncios de la tele, o las luces del vecino, o el turrón que compraron antes de tiempo y que al morderlo les traslada a los tiempos de la infancia. Piensan que, quizá, esta Navidad va a ser diferente porque es año bisiesto, o impar, o cualquier otra razón cabalística. La primera Navidad de otras muchas felices que están por llegar... Sólo es cuestión de ponerle voluntad, de dejarse llevar. Dos mil años de tradición no pueden estar tan equivocados.
Sea como sea, al final las familias disfuncionales se reúnen a finales de diciembre del mismo modo que la familia Weston se reúne a mediados de agosto en la película. Y nunca sale bien, la encerrona. En Nochebuena la cosa suele ir más o menos templada en el aperitivo del consomé, o en el primer ataque a los langostinos. Hay sonrisas, buenas intenciones, la conversación fluye... Pero llega el plato principal y algo empieza a agitarse dentro de las tripas. La primera sensación de una impostura, de una farsa teatral. Es entonces cuando alguien, el menos contenido de la familia, lanza la primera puya, quizá en tono irónico, sin maldad consciente. Pero esa puya tontorrona abre la primera grieta, y es como el primer alemán del Este que empezó a aporrear el muro de Berlín con el mazo... Llegan los postres y ya todo es hostilidad entre los comensales. La familia ha regresado a su ser, a su verdadera esencia de incomunicación, y las viejas historias ponzoñosas apenas dejan saborear la bandeja final de los dulces.
Sherlock. Temporada 4
O en la cuarta temporada de Sherlock ya están rizando el rizo de lo detectivesco (y esto es como El sueño eterno y la trama resulta tan fascinante como imposible de seguir), o yo me estoy volviendo más tonto cada día y me veo incapaz de seguir el ritmo de las ocurrencias. Lo más seguro es que estén sucediendo ambas cosas a la vez: que los guionistas de Sherlock ya no sepan cómo sorprender a los entusiastas, y que yo, en paralelo. que ya sufro la decadencia que anunciara Louis C. K. en Louie -un declive en progresión geométrica, y no aritmética-, tardo horrores en deducir una trama donde el desafío intelectual sobrepasa los límites de mi inteligencia, que tampoco es que en los tiempos de la juventud fuera muy aguda ni preclara, precisamente.