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The Old Man and the Gun

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Cuando yo era niño todavía había señoras mayores -amigas de mi madre, o vecinas del arrabal- que cuando te hacían una carantoña te decían que te parecías mucho a Rodolfo Valentino, de lo guapo que eras, cuando Rodolfo Valentino llevaba ya más de medio siglo actuando en las películas del Más Allá. Esas señoras tan amables -y tan mentirosas, todo sea dicho- ya están casi todas reunidas con él, haciendo quizá de extras en sus películas celestiales, o quizá vegetan en un asilo a la espera del próximo cohete que las lleve al Paraíso del Caíd. 

     Las señoras mayores de ahora, las que tomaron el relevo de sus madres y de sus abuelas, cuando se topan con mi hijo en las tiendas le llaman Robert Redford -esta vez sin mentir demasiado- porque él es un poco rubiajo, y tiene una sonrisa enigmática y picarona que las encandila, y las retrotrae a su juventud perdida de los cines de verano. En los años 70, Robert Redford prestó su nombre a un sinónimo de la belleza, a un piropo coloquial, que todavía se encuentra en el habla de la calle. Robert Redford todavía no ha fallecido, e incluso sigue trabajando en pequeñas películas para matar el gusanillo, como ésta del atracador de bancos que sólo tiene que desenfundar su sonrisa para reducir a las cajeras y acojonar a los interventores. 

    Dice Redford que es su última película, que se retira, y a sus ochenta y tantos años presumo que tarde o temprano también se retirará de la vida involuntariamente, y que se reunirá con Rodolfo Valentino para hacer extrañas películas que serán medio mudas y medio habladas. No deseo su muerte, por supuesto, pero sí siento curiosidad por saber cuánto tiempo perdurará su nombre en el imaginario de la belleza. Si se olvidará primero su legado semántico o su legado cinematográfico.




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El cuento de la criada. Temporada 1

🌟🌟🌟

Ahora que ya no tenemos que cazar el mamut, ni que subir bombonas de butano, ni que abrir los tarros que antes necesitaban diez dedos rocosos y un gemido de poderío, el papel diferencial de los hombres ha quedado reducido a la nada. Matar arañas, quizá, de esas que corretean por los cuartos de baño y todavía asustan a algunas damiselas. Para todo lo demás ya no somos necesarios. La tecnología ha terminado con la necesidad de la fuerza bruta. Y los hombres, la verdad, somos poco más que fuerza bruta. La musculación ya sólo nos sirve para fardar. Y quien la tenga, claro. Pura inanidad. 

    Metidos como estamos en plena posmodernidad, lo único que ya nos diferencia de las mujeres es el pene. Ese aditamento ridículo que tiene el software más simple de la naturaleza. Un único bit de información que pone el 0 o el 1 según los aguijonazos del deseo o la presión de la vejiga al despertar. La selección sexual, siempre tan económica, irá eliminando poco a poco las otras diferencias biológicas, que dejarán de ser significativas. En la época de Google Maps ya no vamos a impresionar a las mujeres con esa brújula interior que nos orienta por las carreteras.

    Todo esto, por supuesto, es anatema y escándalo para los fundamentalistas religiosos. Los monoteístas, sobre todo. Agarrados a unas escritos que vienen de periplos muy antiguos por el desierto, los sacerdotes de los libros sagrados, si las sociedades civiles les dejaran, darían marcha atrás a los relojes para que todo volviera a ser como antes. Reinventarían la bombona de butano si hiciera falta, con tal de devolver al hombre a su posición hegemónica. Jurassic Park no era más que una tapadera del gobierno para devolver al mamut a las praderas, y darnos trabajo de verdad, sudoroso y machote, a los hombres que nos hemos decantado por la silla del ordenador.

    Lo más triste es que en gran parte del mundo la sociedad civil no existe, o no ha existido nunca, por mucho que la Ilustración prometiera lo contrario. No es necesario ver una distopía como El cuento de la criada para saber hasta dónde pueden llegar estos fanáticos que se toman los libros sagrados al pie de la letra. El cuento de la criada nos asusta porque sucede en Estados Unidos, en un contexto social muy parecido al nuestro, y porque los tiparracos que sustentan el tinglado visten como ejecutivos muy atildados y respetables, y no con turbantes ni máscaras de chamán.  

    Algunos arzobispos españoles, que ven la HBO gracias al pago de nuestros diezmos, babean de gusto cuando ven a la mujer reprogramada en “santuario de la procreación”. Ojo con ellos, que sólo están esperando su oportunidad. Hay que permanecer muy vigilantes.





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The Square

🌟🌟🌟

Lo cierto es que casi todos ellos son unos falsarios de tomo y lomo. Hablo de los artistas modernos, y de los galeristas, y de los críticos, y de los compradores del producto: la fauna completa que sale tan malparada en esta película de ocurrencias tan geniales como deslavazadas. Una película de squetchs, de situaciones sueltas. Y por tanto, no una película, sino otra cosa. Una gran broma sobre el mundo del postureo que a veces aburre y a veces deslumbra. Una cosa fallida pero muy estimulante. 

    En el fondo, más allá del mcguffin del arte moderno, un estudio antropológico sobre la distancia que separa lo que somos y lo que pretendemos ser. Que esa es, en esencia, la brecha que nos define. La lucha que nos ocupa. Y el terreno que trata de acortar el arte. Domeñar al mono, disimular la carencia, barnizar la ignorancia... Aparentar. Disimular. Vender un producto a través de su envoltorio. Engañar, y ser engañados, civilizadamente. Pararse pensativos ante el cuadro abstracto y asentir como si entendiéramos. La metáfora perfecta. ¿O se decía símil? ¿Quién se acuerda ya de las clases de lengua y literatura?

    Pero no saquemos tan rápido el dedo acusador, los espectadores. Nosotros también tenemos lo nuestro, aunque vivamos en provincias muy alejadas de la Suecia neurálgica. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra, o que saque el primer moco cuando nadie le vea. Porque también nos hemos vuelto muy tontos, muy artistazos, los cinéfilos del pelotón. Muy estupendos. Hace treinta años, cuando los idiomas sólo eran cosa de las azafatas de vuelo y de los empresarios que viajaban, esta película la hubiésemos llamado El cuadrado, sin complicarnos la vida, y no The Square, como decimos ahora, presumiendo de inglés simplón de 2º de Primaria. The square, the circle, the triangle y…. ¿el rombo? ¿The romb? Nos recreamos en decir the square como unos políglotas de postín, de escueeer, y seguramente lo pronunciamos mal. En inglés hay la hostia de vocales, muchas más que en castellano, y es muy difícil acertar con la requerida en cada ocasión. Podría ser de escuear, o de escuier, o cualquier otra pronunciación desconcertante. Un charco fonético que pisamos sin necesidad, a lo bobo, por dárnoslas de europeos civilizados. Con lo esquemáticas y rotundas que son nuestras aes, y nuestras oes. Tan campechanas ellas.




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La verdad

🌟🌟🌟

En plena campaña electoral del año 2004 -la que enfrentó a George Bush hijo con John Kerry padre- el informativo 60 minutes de la CBS se hizo con unos documentos que demostraban que el hijísimo había eludido la Guerra de Vietnam gracias a los enchufes petroleros de su padre, magnates orondos, y generales complacientes, que lo destinaron a un cómodo puesto en la Guardia Nacional. 

Los documentos, para más inri, venían a decir que el futuro compiyogui de Ánsar aplazaba sus obligaciones cuando le apetecía, y que incluso terminó su servicio militar antes de tiempo, sin que nadie le castigara con limpiar las letrinas o marchar desnudo por el monte. Un escándalo de prerrogativas que aquí en España casi nos haría hasta gracia, acostumbrados desde los Austrias a que sólo los pobres se jueguen el pellejo en las batallas, pero que allí, en Estados Unidos, donde estas cosas del favoritismo están muy mal vistas, levantó ampollas entre los televidentes y casi dio un vuelco electoral a las encuestas.

    Y digo casi -y ahí empieza el meollo de La verdad, la película que narra aquellos enredos periodísticos- porque resultó que al final aquellos documentos no eran trigo limpio. La blogosfera conservadora, que cuenta con legiones de voluntarios que luchan contra el rojerío, rápidamente puso en duda la veracidad de ciertas abreviaturas, de ciertas tipografías improbables en la década de los 70. Y aunque el fondo del asunto tenía toda la pinta de ser verosímil, los documentos probatorios se quedaron en el limbo de lo cuestionable. Al revés de lo que dijo nuestro entrañable Mariano sobre los papeles de Bárcenas, todo en aquellos expedientes de George Bush parecía ser cierto, salvo alguna cosa. Y con esa "pequeña cosa" empezó el viacrucis de los responsables de 60 minutes, tipos prestigiosos y combativos a los que yo creo a pies juntillas, y que todavía aseguran que a ellos no les condenó la mala praxis, sino el escozor de un dedo puesto en la llaga.

Mary Mapes [ante la comisión investigadora]:

- Nuestra historia era sobre si Bush completó su servicio militar. Pero nadie quería hablar sobre eso. Eso es lo que hace la gente en estos días si no les gusta una historia. Te señalan, te gritan. Cuestionan tu política, tu objetividad. ¡Demonios!, tu humanidad básica, y esperan que por Dios, la verdad se pierda en el campo. Y cuando todo acaba finalmente, y han paseado y gritado tan alto, ya ni siquiera podemos recordar cuál era el asunto.


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