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El triángulo de la tristeza

🌟🌟🌟


Confieso que soy un marxista que nunca ha leído “El Capital”. Del abuelo Karl solo leí “El manifiesto comunista”, que es un librito más directo y manejable. Una vez, de joven, quise abordar “El Capital” y me desfondé en la página 20 como quien sube un puerto de montaña. Nuestro libro fundamental no es más que germanía económica y está dirigido a los especialistas en la materia. Es como ser un católico analfabeto: no entiendes la Biblia, pero te fías de la Palabra. Los marxistas también tenemos una fe que mueve montañas -aunque ahora no estemos en nuestro mejor momento- y confiamos en nuestros traductores cuando nos dicen que la explotación del hombre por el hombre es una puta vergüenza y que jamás va a detenerse hasta que los proletarios nos levantemos indignados.

Han pasado casi dos siglos desde que el abuelo soñara con la revolución definitiva y seguimos más o menos como estábamos. Si en su época los marxistas eran una minoría vociferante, ahora que podríamos predicar nuestro evangelio gracias al milagro de internet -inventado por los capitalistas, todo hay que reconocerlo- nos vemos resignados a sobrevivir en un margen borroso de la historia. Es por eso que se agradece que de vez en cuando, en algún libro, en alguna tertulia de la radio, en alguna película procedente de la idílica Escandinavia, se recuerde que los ricos son unos hijos de puta que viven como príncipes a costa de acaparar las plusvalías. Que el lujo de sus fiestas, tan deslumbrante, tan de revista del corazón, no es más que la ostentación impúdica de nuestra miseria. Y que la única solución que esos cerdos no proponen es que desertemos en plena batalla y nos pasemos a sus filas: que nos arranquemos los escrúpulos de cuajo, o que la belleza física nos abra las puertas de sus santuarios.

Sin embargo, por muy marxista que uno sea, también hay que admitir que la naturaleza humana es muy jodida y atravesada, y que a los pobres, cuando llegan al poder y se ponen a impartir justicia, se les pone una cara de esclavistas que también da mucho asco contemplar.  Eso también lo explican en “El triángulo de la tristeza”.


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The Square

🌟🌟🌟

Lo cierto es que casi todos ellos son unos falsarios de tomo y lomo. Hablo de los artistas modernos, y de los galeristas, y de los críticos, y de los compradores del producto: la fauna completa que sale tan malparada en esta película de ocurrencias tan geniales como deslavazadas. Una película de squetchs, de situaciones sueltas. Y por tanto, no una película, sino otra cosa. Una gran broma sobre el mundo del postureo que a veces aburre y a veces deslumbra. Una cosa fallida pero muy estimulante. 

    En el fondo, más allá del mcguffin del arte moderno, un estudio antropológico sobre la distancia que separa lo que somos y lo que pretendemos ser. Que esa es, en esencia, la brecha que nos define. La lucha que nos ocupa. Y el terreno que trata de acortar el arte. Domeñar al mono, disimular la carencia, barnizar la ignorancia... Aparentar. Disimular. Vender un producto a través de su envoltorio. Engañar, y ser engañados, civilizadamente. Pararse pensativos ante el cuadro abstracto y asentir como si entendiéramos. La metáfora perfecta. ¿O se decía símil? ¿Quién se acuerda ya de las clases de lengua y literatura?

    Pero no saquemos tan rápido el dedo acusador, los espectadores. Nosotros también tenemos lo nuestro, aunque vivamos en provincias muy alejadas de la Suecia neurálgica. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra, o que saque el primer moco cuando nadie le vea. Porque también nos hemos vuelto muy tontos, muy artistazos, los cinéfilos del pelotón. Muy estupendos. Hace treinta años, cuando los idiomas sólo eran cosa de las azafatas de vuelo y de los empresarios que viajaban, esta película la hubiésemos llamado El cuadrado, sin complicarnos la vida, y no The Square, como decimos ahora, presumiendo de inglés simplón de 2º de Primaria. The square, the circle, the triangle y…. ¿el rombo? ¿The romb? Nos recreamos en decir the square como unos políglotas de postín, de escueeer, y seguramente lo pronunciamos mal. En inglés hay la hostia de vocales, muchas más que en castellano, y es muy difícil acertar con la requerida en cada ocasión. Podría ser de escuear, o de escuier, o cualquier otra pronunciación desconcertante. Un charco fonético que pisamos sin necesidad, a lo bobo, por dárnoslas de europeos civilizados. Con lo esquemáticas y rotundas que son nuestras aes, y nuestras oes. Tan campechanas ellas.




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Fuerza mayor


🌟🌟🌟

En un episodio de Seinfeld, George Costanza acude a una fiesta de cumpleaños donde los niños no paran de gritar y molestar. George aguanta estoicamente las travesuras  porque quiere follar esa noche, y sabe que su pareja no le perdonará un mal gesto con la chavalería. Con el objetivo casi cumplido, se declara un pequeño fuego en el horno de la cocina, y él, que es el único hombre presente en la fiesta, es también el único que sale despavorido arrollándolo todo a su paso, sillas y prometidas, globos y niños. Aunque luego buscará mil excusas para justificar su espantada, su suerte sexual queda vista para sentencia.


            Algo así le sucede al protagonista de Fuerza mayor, un sueco muy atractivo que nada tiene en común con George Costanza. Thomas, el sueco, pasa las vacaciones en Les Arcs, en Francia, la misma estación de esquí donde Miguel Induráin sufrió la pájara descomunal. Thomas disfruta de la nieve acompañado de su bellísima esposa, Ebba, y de su pareja de retoños, niño y niña, escandinavos ideales que podrían anunciar cualquier marca de cereales. El hotel es de lujo, la nieve de primera calidad, la armonía familiar de cuento de hadas... Pero un mal día, sentados en la terraza del restaurante, un alud de nieve desciende por la ladera y amenaza con enterrar las instalaciones en pocos segundos. El susto es mayúsculo. Ebba agarra a sus dos hijos y busca refugio bajo una mesa. Pero Thomas, emulando a George Costanza, decide salir corriendo en dirección opuesta. Al final el alud se queda en poquita cosa, apenas una niebla que rápidamente se disipa. Thomas, casi silbando, regresará a la mesa como si tal cosa, pero su suerte sexual, que es la enjundia del resto de la película, quedará sometida a intensos y filosóficos debates.

            ¿Es Thomas un cobarde, un padre irresponsable, un hombre sin agallas? ¿ O es, simplemente, un ser humano que en décimas de segundo se ve preso del instinto de supervivencia? ¿De haber contado con más tiempo para la reflexión se hubiera quedado en la terraza, protegiendo a su familia? ¿Qué haríamos los padres del ancho mundo en tal tesitura? ¿Cómo reaccionaríamos si acompañados de nuestro hijo viéramos una maceta a dos metros de nuestras cabezas, o a un cazador trastornado que sale de la espesura? ¿Sacrificaríamos nuestro cuerpo para salvar la integridad de nuestro retoño? ¿O reaccionaríamos como Thomas, antropoides primarios y muy poco sofisticados? Las preguntas que plantea Fuerza mayor son muy jugosas; sus respuestas -crípticas, alargadas, plúmbeas en el sentido más nórdico de Bergman- ya no tanto. 



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