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Enemigo a las puertas

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Los hombres nos pasamos la vida entera midiéndonos las pollas, que para un heterosexual como yo, tan típico y tan tópico, sólo es una práctica real cuando miramos de reojo en los urinarios, o nos asomamos a las páginas porno con acomplejantes resultados. Cuando decimos "comparar pollas" queremos decir, en realidad, comparar testosteronas, que son las hormonas esteroideas que esculpen nuestros rasgos fenotípicos. Pero preferimos, llegado el caso, el lenguaje de la calle al de la clase de biología, para que no nos tomen por empollones y no nos partan la cara en los bares del barrio.


    En el principio de los tiempos, Dios creó la testosterona para que los hombres echáramos músculo, agraváramos la voz y cuadriculáramos la mandíbula, que son los reclamos para que las mujeres se presten a la reproducción. Pero luego, con las complicaciones de la civilización, la testosterona fue asumiendo funciones, ampliando sus horizontes, y terminó por convertirse en la hormona del orgullo y de la guerra. En Stalingrado, en 1942, aunque Stalin había sublimado la suya en un seminario de curas, y Hitler, según las malas lenguas, sólo producía la mitad de lo posible, ambos volcaron sus reservas sobre la ciudad del Volga para engendrar una tormenta de fuego que se convirtió en la batalla más decisiva de la II Guerra Mundial. Los anglosajones, por supuesto, cuando ruedan sus películas, dicen que el hito decisivo fue el desembarco de Normandía, pero por entonces los alemanes ya llevaban seis meses retirándose del Este, y racionando la gasolina hasta en los mecheros para el tabaco.

(Stalingrado, no lo olvidemos, quizá fue la primera batalla de los tiempos modernos, desencadenada por la posesión de unos pozos petrolíferos).

    Entre las ruinas de la ciudad cien veces bombardeada y reconquistada, Vassili Zaitsev, el francotirador del Ejército Rojo elevado a la categoría de leyenda, tambièn tiene que medirse la polla con un rival temible del ejército alemán. Medirse el fusil no es más que una metáfora del asunto. Por eso son fálicos, y disparan proyectiles en la calentura. 




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Elizabeth

🌟🌟🌟

Elizabeth, la película, es como aquellos chistes de "va un inglés, un francés, un español, y un escocés" que contábamos en el patio del colegio. Solo que aquí, al final, el más listo, el que se lleva el gato al agua y el traidor a la picota, es la inglesa del chiste Isabel I, y no como sucedía en nuestros chistes patrióticos donde el español de la pandilla siempre era el más astuto o el más cabroncete, y el inglés, por lo general, quedaba como un finolis que siempre hacía el ridículo por culpa de su dandismo.

    Aquí, en el chiste estirado y trágico que es Elizabeth, los escoceses son unos anglosajones de segunda división dirigidos por una guerrera que más parece la madama de un prostíbulo. El duque de Anjou, que es el príncipe francés que pretende contraer matrimonio para forjar la alianza, resulta ser un afeminado que se traviste en las fiestas de palacio y lo mismo hace a las ostras de Calais que a los caracoles de Devonshire. Y los españoles, cómo no, que encima eran los súbditos de Felipe II, quedan como unos taimados de baja estatura y piel renegrida que sólo saben conjurar en los sótanos y clavar cuchillos por las espaldas.

    Elizabeth es una película hecha por anglosajones -y por hindúes colonizados- a mayor gloria de la reina que les devolvió el orgullo nacional. Y les ha salido como un panegírico de la revista Hola, o la vida ejemplar de una santa anglicana. Una reina ideal, mitificada, que en la película carece prácticamente de defectos: bellísima en sus facciones, blanquísima en su dentadura, independiente y decidida, cabal y equilibrada. Hasta virgen, llegan a afirmar en el paroxismo final, confundiendo el afán de soltería con el culo de las témporas. Una Elizabeth que a veces parece tocada por la sabiduría de su sangre y otras por la gracia del dios anglicano recién divorciado del romano. Casi nunca se habla de la potra o de la casualidad que en aquellos tiempos permitían a un monarca estar mucho tiempo en su trono, porque se podían morir de cualquier cosa, y en cualquier momento: de una infección de muelas, o de un catarro mal curado, o de un atentado palaciego. De una comida envenenada, de un parto atravesado, de una caída de caballo, de una melopea de campeonato. 

De una Armada Invencible que hubiese cruzado el Canal de la Mancha en un día de sol radiante.





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El cuento de la criada. Temporada 1

🌟🌟🌟

Ahora que ya no tenemos que cazar el mamut, ni que subir bombonas de butano, ni que abrir los tarros que antes necesitaban diez dedos rocosos y un gemido de poderío, el papel diferencial de los hombres ha quedado reducido a la nada. Matar arañas, quizá, de esas que corretean por los cuartos de baño y todavía asustan a algunas damiselas. Para todo lo demás ya no somos necesarios. La tecnología ha terminado con la necesidad de la fuerza bruta. Y los hombres, la verdad, somos poco más que fuerza bruta. La musculación ya sólo nos sirve para fardar. Y quien la tenga, claro. Pura inanidad. 

    Metidos como estamos en plena posmodernidad, lo único que ya nos diferencia de las mujeres es el pene. Ese aditamento ridículo que tiene el software más simple de la naturaleza. Un único bit de información que pone el 0 o el 1 según los aguijonazos del deseo o la presión de la vejiga al despertar. La selección sexual, siempre tan económica, irá eliminando poco a poco las otras diferencias biológicas, que dejarán de ser significativas. En la época de Google Maps ya no vamos a impresionar a las mujeres con esa brújula interior que nos orienta por las carreteras.

    Todo esto, por supuesto, es anatema y escándalo para los fundamentalistas religiosos. Los monoteístas, sobre todo. Agarrados a unas escritos que vienen de periplos muy antiguos por el desierto, los sacerdotes de los libros sagrados, si las sociedades civiles les dejaran, darían marcha atrás a los relojes para que todo volviera a ser como antes. Reinventarían la bombona de butano si hiciera falta, con tal de devolver al hombre a su posición hegemónica. Jurassic Park no era más que una tapadera del gobierno para devolver al mamut a las praderas, y darnos trabajo de verdad, sudoroso y machote, a los hombres que nos hemos decantado por la silla del ordenador.

    Lo más triste es que en gran parte del mundo la sociedad civil no existe, o no ha existido nunca, por mucho que la Ilustración prometiera lo contrario. No es necesario ver una distopía como El cuento de la criada para saber hasta dónde pueden llegar estos fanáticos que se toman los libros sagrados al pie de la letra. El cuento de la criada nos asusta porque sucede en Estados Unidos, en un contexto social muy parecido al nuestro, y porque los tiparracos que sustentan el tinglado visten como ejecutivos muy atildados y respetables, y no con turbantes ni máscaras de chamán.  

    Algunos arzobispos españoles, que ven la HBO gracias al pago de nuestros diezmos, babean de gusto cuando ven a la mujer reprogramada en “santuario de la procreación”. Ojo con ellos, que sólo están esperando su oportunidad. Hay que permanecer muy vigilantes.





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El mercader de Venecia

🌟🌟🌟🌟

Llueve. Llueve por primera vez en meses, como si las nubes buscaran el tiempo perdido de Marcel Proust. Como si hubiesen aguantado con las vejigas llenas y ahora descargasen con toda la furia y todo el alivio. Llueve, y yo no puedo salir de esta habitación repleta de películas. Siento que las calorías del desayuno, del tentempié, de la comida, se repliegan hacia zonas interiores de mi organismo, donde se convertirán en grasa perjudicial, en adipocitos que se instalarán en esta cintura ya abarrotada, como veraneantes en las playas de Benidorm. Durante el verano, las calorías no se aventuraban más allá del músculo, porque yo estaba en plena guerra contra la gordura, y con la bici y las caminatas no les dejaba tomar posiciones y atrincherarse. Tan pronto me invadían, yo las quemaba con el lanzallamas de mi actividad. Pero ahora llueve, y estoy cansado, y tengo dolores psicosomáticos del trabajo, y yazco en esta cama entregado a la molicie de la tarde entera.


     Rebusco en la alineación de películas y encuentro la cara malhumorada de Al Pacino en El mercader de Venecia. El mercader Shylock, en la carátula, exige venganza por las injurias sufridas. Le han insultado, escupido, secuestrado a la bella hija. Y todo por prestar con dinero con interés, en un mundo de cristianos hipócritas. Qué habría qué hacer, entonces, con los usureros del siglo XXI, que ahora son los respetables banqueros y los trajeados economistas. Y muy cristianos además. Shylock apela al Dux de Venecia, y tiene enfilado con su cuchillo a Antonio el mercader. Su aciaga suerte ha encontrado un objeto donde descargar la frustración. En eso, al menos, ha encontrado un reposo. ¿Pero a quién habré de apelar yo en esta tarde sombría de mi encierro? ¿A quién echar la culpa de esta obesidad que ya siento aposentarse en silencio, como un manto de nieve pringosa? ¿Habré de quejarme a los dioses de la lluvia? ¿A los duendes del metabolismo? Mis enemigos no son los venecianos del siglo XVI, sino los fantasmas de la vida moderna.




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