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La regla del juego

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¿Obra maestra, “La regla del juego”? Será una broma, supongo. Una broma sostenida en el tiempo y avalada por la crítica. Pero una broma, ¿verdad? Porque “La regla del juego” no hay quien la aguante. No sé en 1939, pero desde luego, en el año 2025, hay que tener mucho callo -y también mucha impostura, juraría- para que esta patochada no te arranque el bostezo o la supina indiferencia. También es verdad que en la cinefilia de Madrid la gente posee estudios y exhibe otra sensibilidad; en provincias, en cambio, donde estamos menos cultivados, “La regla del juego” ya viene tachada en el santoral de nuestras iglesias.

¿Dónde está todo eso que cuentan por ahí: la sátira social, el retrato costumbrista, la inteligente disección....? ¿Dónde ese parloteo trascendental que llevamos años leyendo en las enciclopedias? ¿Lo dicen porque los burgueses de la película no paran de hacer el imbécil y viven de espaldas a la necesidad? Será eso... Pero es que es hacer un imbécil de chiste bobo, de gracia sin gracia, de clownismo de payasetes... El “sentido del humor” de Jean Renoir me da que se ha quedado trasnochado.

Es todo muy aburrido en “La regla del juego”. Los burgueses se ponen los cuernos, parlotean, se visten con ropas muy finas de París. Hay  un tipo que se depila las cejas y luego se las pinta con rímel a la moda femenina. Los Javis aplaudirían con las orejas, desde luego. Pero es todo muy raro. Hay que leer entre líneas, por supuesto, pero válgame Dios qué líneas más espesas e intransitables.

Para mofarme de unos burgueses que andan de cacería prefiero mil veces “La escopeta nacional”. Ésa sí que es una obra maestra. Ahí sí que mi inquina bolchevique se sublima en una sonrisa. Y sin embargo, en el mundo de la cultura, pocos son los que hablan de Berlanga como hablan de Renoir, con esa especie de reverencia religiosa. A mí me parece que se lo inventan todo.





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La gran ilusión

🌟🌟🌟


Ayer, con el amigo de La Pedanía, en esa conversación ya más profunda que siempre espumea tras la segunda cerveza, surgió la duda de cuál era el nombre de pila del padre de Jean Renoir. Ése es un poco el nivel de nuestra tertulia: por encima de la media nacional pero muy por debajo de cualquier foro que se diga culto de verdad. 

Sabíamos que el padre de Jean Renoir era el famoso pintor impresionista cuya obra - o parte de ella- está expuesta en el Museo d’Orsay de París. Ese museo, precisamente, que yo no pude visitar cuando estuve por allí y que mi amigo sí vio en su juventud pero rodeado de retoños que más bien le distraían. Ya digo que ése es un poco nuestro nivel: turismo cultural a la remanguillé, improvisado, un poco a lo que va surgiendo porque siempre vamos cortos de efectivo o escasos de calendario, o con malas compañías que nos desvían del recto camino del saber.

¿El pintor era Antoine, René, François...? Se dijo de todo pero no se acertó en nada. Sabíamos lo que no era pero no atinábamos con lo que sí era. Así que al final, derrotados, tuvimos que acudir a la Wikipedia para darnos un manotazo en la frente casi al unísono y exclamar: “¡Joder, claro, Pierre-Auguste!”. 

- A mí me sonaba lo de Pierre, ya ves tú.

- Pues a mí lo de Auguste, es curioso.


La culpa la había tenido yo, que en la primera caña comenté que venía de ver  “La gran ilusión” y me había quedado dormido un poco antes de la mitad, derrotado por su propuesta y acusado de deserción por el ejército. Donde la crítica lleva casi un siglo viendo un canto al honor y a la amistad, yo, en “La gran ilusión”, sólo había visto un campo de concentración como salido de los “Los payasos de la tele", uno muy raro donde los prisioneros vivían mejor que sus carceleros. 

La I Guerra Mundial de Jean Renoir es como festiva, o de chichinabo, para nada aquella matanza nauseabunda que nos contó Stanley Kubrick en  “Senderos de gloria”: una verdadera obra maestra llena de militares asquerosos y de soldados asustados.




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La historia del cine: una odisea. (II)

🌟🌟🌟🌟

Primero lo dijo de Yasujiro Ozu; luego de Jean Renoir; ahora de Alfred Hitchcock. Aún estamos en los años 40 de su Historia del Cine y Mark Cousins ya ha elegido tres veces al mejor director de todos los tiempos. Cuando lleguemos a los tiempos modernos, serán  una docena de realizadores los elegidos. No cuento esto para reírme de Cousins. Al contrario: cuando habla de los cineastas que más le gustan, su entusiasmo resulta conmovedor. En estos arrebatos de pasión, Cousins abandona su atril de profesor puntilloso y se mezcla con la plebe que también cambia de opinión un día para otro. El crítico objetivo se disfraza de espectador armado con palomitas. 

Cada vez me cae mejor este tipo. A veces se le va un poco la olla, es verdad, y aplaude extasiado un ángulo de cámara que uno, en su incultura, en su simpleza, piensa que se le hubiera ocurrido a cualquiera.  Pero su empeño explicativo, y su paciencia de santo bíblico, termina por arrastrarte a su mundo particular. Es una pena que Pitufo, cada vez que pasa por delante del documental, y ve los subtítulos y las escenas del cine antiguo, haga mutis por el foro y se enclaustre en la otra televisión, a seguir jugando a las guerras de mentira. La Historia del Cine podría haber significado para él lo mismo que significó para mí la serie Cosmos cuando yo era chaval. Gracias al entusiasmo científico de Carl Sagan, yo quise ser astrónomo y vivir aislado en un observatorio de las Chimbambas, lejos de los hombres, y de todas las mujeres menos una, entregado a contemplar las estrellas. Luego vino la vida, a ponerme en mi sitio. Me faltó el talento matemático, y la valentía necesaria. Pero fue, de todos modos, mi epifanía. Fallida, pero verdadera. El camino a seguir que no pude continuar. 

Me gustaría que Pitufo también tuviera una epifanía semejante, a ser posible cinematográfica. Que estos documentales, u otros parecidos, fueran el punto de partida de una vida dedicada a perseguir un sueño, una meta. Abandonar la diletancia improductiva y centrar la atención en un oficio creativo, en una afición estimulante. Que un día, dentro de muchos años, cuando le entrevisten en las radios o en los periódicos, responda como responden muchos de los artistas: que tenía doce o trece años cuando vio en el cine, o en la tele, aquella película o aquel documental que le dejó fascinado, que le marcó el objetivo, y que le encarriló en la feliz vida que ahora lleva...



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