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La gran ilusión

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Ayer, con el amigo de La Pedanía, en esa conversación ya más profunda que siempre espumea tras la segunda cerveza, surgió la duda de cuál era el nombre de pila del padre de Jean Renoir. Ése es un poco el nivel de nuestra tertulia: por encima de la media nacional pero muy por debajo de cualquier foro que se diga culto de verdad. 

Sabíamos que el padre de Jean Renoir era el famoso pintor impresionista cuya obra - o parte de ella- está expuesta en el Museo d’Orsay de París. Ese museo, precisamente, que yo no pude visitar cuando estuve por allí y que mi amigo sí vio en su juventud pero rodeado de retoños que más bien le distraían. Ya digo que ése es un poco nuestro nivel: turismo cultural a la remanguillé, improvisado, un poco a lo que va surgiendo porque siempre vamos cortos de efectivo o escasos de calendario, o con malas compañías que nos desvían del recto camino del saber.

¿El pintor era Antoine, René, François...? Se dijo de todo pero no se acertó en nada. Sabíamos lo que no era pero no atinábamos con lo que sí era. Así que al final, derrotados, tuvimos que acudir a la Wikipedia para darnos un manotazo en la frente casi al unísono y exclamar: “¡Joder, claro, Pierre-Auguste!”. 

- A mí me sonaba lo de Pierre, ya ves tú.

- Pues a mí lo de Auguste, es curioso.


La culpa la había tenido yo, que en la primera caña comenté que venía de ver  “La gran ilusión” y me había quedado dormido un poco antes de la mitad, derrotado por su propuesta y acusado de deserción por el ejército. Donde la crítica lleva casi un siglo viendo un canto al honor y a la amistad, yo, en “La gran ilusión”, sólo había visto un campo de concentración como salido de los “Los payasos de la tele", uno muy raro donde los prisioneros vivían mejor que sus carceleros. 

La I Guerra Mundial de Jean Renoir es como festiva, o de chichinabo, para nada aquella matanza nauseabunda que nos contó Stanley Kubrick en  “Senderos de gloria”: una verdadera obra maestra llena de militares asquerosos y de soldados asustados.




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