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Veronica Guerin

🌟🌟🌟

Después de ver la película acudí a Google Maps y encontré la escultura dedicada a Verónica Guerin en el Dubh Linn Garden, a la sombra del castillo. El pasado verano pasé justo a su lado pero no la vi. Entre que iba despistado y que la escultura está metida en un pequeño bosquecillo -fuera del paseo turístico pero apenas a diez metros de los radares- me pasó inadvertida y no la he descubierto hasta hoy, cuando el invierno ya es un hecho tras las ventanas y el verano en Dublín parece como soñado por otra persona más libre y aventurera.

Antes de ver “Veronica Guerin” tuve que hablar seriamente con Max, mi antropoide interior, que es como un niño revoltoso que a veces todo lo jode. Yo sé que Max bebe los vientos por Cate Blanchett, pero no como actriz -que a esas finuras del arte él no llega ni quiere llegar- sino como señora. Max -y yo no se lo rebato- piensa que Cate Blanchett es la quintaesencia de las anglosajonas que sólo en Australia se han preservado como eran en los tiempos míticos del rey Arturo. Un hada y un milagro. Y aunque es un pensamiento bonito y tal, todo un halago de hominoideo, no sería la primera vez que nos ponemos a ver una película con Cate en el reparto y Max empieza a hacer cucamonas, y a rascarse el sobaco, y a lanzar chillidos de primate excitado que me arruinan la función. Él es mi Ello desbocado, y Yo, que soy el cinéfilo responsable, a veces tengo que leerle la cartilla antes de que comience la película.

Veronica Guerin fue asesinada por investigar a los capos de la droga dublinesa y se merecía que los dos estuviéramos muy en silencio, atentos a los devenires y solo ocasionalmente agradecidos a la belleza. Pero la película es un melodrama televisivo con musiquillas de noñería que nos arrancó varios bostezos y muchas desilusiones. Veronica, además, en varias escenas de la pelicula que supongo contrastadas, parecía empeñada en atropellar con su Mercedes a los mismos chavales que trataba de ayudar. La Farruquito de Dublín, creo que la apodaban. Una irresponsable al volante y una heroína contra la heroína: una pura contradicción. 






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Un día de furia

🌟🌟🌟


Michael Douglas explota en cien llamaradas cuando pretenden cobrarle 85 centavos por una Coca-Cola en el badulaque de los chinos. Es justo lo que cuesta ahora y estamos hablando del año 1993. Es como si hubieran querido aplicarle de golpe los cien episodios inflacionarios que vinieron después de los dolores. Un auténtico robo. Ni Apu el de “Los Simpson” se hubiera atrevido a tanto.

Douglas, que ya viene calentito de la vida porque su mujer le ha dejado, le han echado del trabajo y acaba de abandonar el coche en mitad de un atasco como aquel de “La La Land”, exuda en esa lata de Coca-Cola la última gota de su paciencia. Es un detalle baladí, pero definitivo. A partir de ahí, Douglas perderá el oremus y se convertirá en un auténtico destroyer de la sociedad. Casi en nuestro héroe si no fuera porque su objetivo final es romper una orden de alejamiento con una pistola metida en la bragueta. Él dice que sólo quiere besar a su hija, pero va tan loco que todos nos tememos lo peor.  

Si no fuera por ese "pequeño detalle", casi podríamos hablar de un bolchevique ejemplar que va ajusticiando a los fascistas, denuncia los abusos mercantiles y pisotea con saña los campos de golf de los ricachones. Cuando Michael Douglas se planta ante los menús engañosos de la hamburguesería y pronuncia aquello de “No quiero almorzar, quiero desayunar", nos conmueve con una frase revolucionaria a la altura de "Todo el poder para los soviets" que dijo el camarada Lenin.

“Un día de furia” tiene algo de profético. Lo de Michael Douglas le podría pasar a cualquiera hoy en día, plantado nte el expositor del aceite de oliva, que es el termómetro moderno de la explotación a los consumidores. Cuánto se ríen de nosotros los de la cadena alimenticia y los diputados en el Parlamento. Cuando no es la sequía es la lluvia; cuando no es la guerra de Ucrania es la franja de Gaza; cuando no es el productor es el distribuidor o el dueño de Mercadona... La revolución que finalmente tomará el Palacio de la Zarzuela empezará con otro consumidor muy cabreado, como aquellos parisinos del pan en La Bastilla.




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