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La buena letra

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En “La buena letra” no hay banda sonora: sólo silencios, suspiros, deseos reprimidos... Y un cerdo que sorbe la sopa como si nunca hubiera salido de la aldea. La primera vez piensas: bueno, es un recurso dramático como cualquier otro: el tipo tiene hambre, y vive en la España del hambre, y carece de modales refinados. Etcétera. Pero a la tercera vez ya no sabes qué pensar. Ese hozar cerduno rompe la atmósfera insonorizada y se eleva a la categoría de metáfora ininteligible. Es una conducta repulsiva y estomagante, sí, pero seguramente esconde un sentido narrativo que se me escapa. Una cosa ya de culturetas, de exégesis profunda del alma de los personajes. 

En los tiempos de la masculinidad tóxica se decía que estas películas eran “cine de tacitas”. De mujeres que se contaban sus cosas íntimas en las sobremesas del té o del café: las frustraciones sexuales, los devaneos del marido, los logros inigualables de los hijos... Pero ya no vivimos en esos tiempos de expresiones incorrectas. Ni siquiera hay tazas de té o de café en “La buena letra”, porque recuerdo que estamos en la posguerra de los perdedores y que aquí todas las infusiones se hacen con achicoria. Las tazas del matrimonio Casamajor son de latón o de una loza ya muy desconchada. Tazas de pobres, de parias del pueblo, que viven con lo justo porque el marido es un rojo de mierda y la mujer apenas gana cuatro pesetas deslomándose en la máquina de coser. 

Su casa, además, carece de valor inmobiliario en 1940. Hoy, sin embargo, costaría un millón de euros por estar tan cerca del mar y guardar las esencias del mundo mediterráneo. Es lo que tienen los pobres: que siempre nacen en la familia inadecuada, y en el sitio inadecuado, y en la época inadecuada. La diferencia entre la riqueza y la pobreza reside apenas en un puñado de genes, en unos pocos kilómetros, en unos años de desfase en los calendarios. 




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