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La buena letra

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En “La buena letra” no hay banda sonora: sólo silencios, suspiros, deseos reprimidos... Y un cerdo que sorbe la sopa como si nunca hubiera salido de la aldea. La primera vez piensas: bueno, es un recurso dramático como cualquier otro: el tipo tiene hambre, y vive en la España del hambre, y carece de modales refinados. Etcétera. Pero a la tercera vez ya no sabes qué pensar. Ese hozar cerduno rompe la atmósfera insonorizada y se eleva a la categoría de metáfora ininteligible. Es una conducta repulsiva y estomagante, sí, pero seguramente esconde un sentido narrativo que se me escapa. Una cosa ya de culturetas, de exégesis profunda del alma de los personajes. 

En los tiempos de la masculinidad tóxica se decía que estas películas eran “cine de tacitas”. De mujeres que se contaban sus cosas íntimas en las sobremesas del té o del café: las frustraciones sexuales, los devaneos del marido, los logros inigualables de los hijos... Pero ya no vivimos en esos tiempos de expresiones incorrectas. Ni siquiera hay tazas de té o de café en “La buena letra”, porque recuerdo que estamos en la posguerra de los perdedores y que aquí todas las infusiones se hacen con achicoria. Las tazas del matrimonio Casamajor son de latón o de una loza ya muy desconchada. Tazas de pobres, de parias del pueblo, que viven con lo justo porque el marido es un rojo de mierda y la mujer apenas gana cuatro pesetas deslomándose en la máquina de coser. 

Su casa, además, carece de valor inmobiliario en 1940. Hoy, sin embargo, costaría un millón de euros por estar tan cerca del mar y guardar las esencias del mundo mediterráneo. Es lo que tienen los pobres: que siempre nacen en la familia inadecuada, y en el sitio inadecuado, y en la época inadecuada. La diferencia entre la riqueza y la pobreza reside apenas en un puñado de genes, en unos pocos kilómetros, en unos años de desfase en los calendarios. 




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La Mesías

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“La Mesías” habla de tantas cosas que es complicado concretar. Lo más llamativo, por supuesto, es la chotadura religiosa de la tal Mesías, conocida en su vida pecadora como Montserrat. Pero eso solo es la carnaza, el cebo para el espectador más impresionable. A mí no me inquieta su locura, ni me sorprende para nada, porque yo he convivido con gente real que se creería a pies juntillas a la Mesías, en todas sus iluminaciones y chorradas. De hecho todavía convivo con gente así en el entorno laboral... Esta gente me persigue desde que a los seis años me matricularon en los Maristas de León y comprendí, poco a poco, hasta qué punto puede camuflarse una esquizofrenia, una paranoia, una demencia muy severa, bajo el mantra de los evangelios y del sacrificio de un profeta palestino del siglo I.

(Hay muchos mesías en potencia por ahí y solo otra sinapsis defectuosa les separa de chascar los dedos como Montserrat, sintonizando Radio Yaveh en la FM).

Pero la serie, aunque a veces lo parezca, no va de sectas cristianas ni de visitas extraterrestres, sino de la infancia perdida de sus dos protagonistas: esos dos hermanos que Montserrat parió y arrastró por el mundo antes de ser poseída por el espíritu -y quién sabe si también por la carne- del mismísimo Jesucristo redivivo. Quizá la escena más bonita de toda la serie -la que explica el meollo de la cuestión- es esa en la que ambos hermanos, ya adultos, se montan por primera vez en una atracción de feria y disfrutan como niños primerizos. Como los niños que casi nunca les dejaron ser.

“La Mesías” es una serie imperfecta, con chorradas de bulto y ocurrencias maravillosas. Pero reconozco que me ha tocado. Será que yo, a mi modo, también tuve una edad perdida que luego no pude recuperar. O que recuperé a medias y a destiempo, gestionándola muy mal. En mi caso no me fue la infancia, sino la adolescencia, que de una manera más sutil también me robaron estos chalados del crucifijo. Ellos quisieron convertirnos en eunucos, en amargados, en muertos en vida. Y casi lo consiguieron. Su Puta Madre. 




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