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Vida perfecta. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


Me gusta mucho “Vida perfecta”. Pero a lo mejor es que me gusta mucho Leticia Dolera, la mujer. Me gusta a rabiar. La actriz no sé, porque se prodiga poco, aunque aquí cumple con creces, y te crees a pies juntillas todas sus sonrisas, y todas sus neurosis. Leticia tiene esos ojazos que valen para todo: para llorar, para seducir, para clavarse en tu cara como puñales. Para mirarlo todo como una niña recién salida al mundo... Joder, cómo me gustan sus ojos.

Y luego está la otra Leticia, la guionista, que también su puntazo, porque si algo tiene “Vida perfecta” es la frescura de sus diálogos, tan alejados de la declamación, de la teatralidad. Otras series españolas naufragan justo en eso: en que escuchas a los personajes y te entra la risa, o la vergüenza ajena, como de Calderón de la Barca pero en el siglo XXI. Esas son las series que le gustan justo a mi madre, pero a mí no. Leticia tiene oído, tiene calle, tiene vida de bar y de cafetería. Oído de vida en pareja, de amores ideales y amores abortados. Manuel Burque aparece con ella en los títulos de crédito, pero a mí me da que esta musicalidad, estas réplicas, estos tacos tan bien puestos, vienen del mundo interior de Leticia, porque se le ve en los ojos, en sus ojazos, que es una mujer muy lista, muy aguda, al tanto de las movidas que sacuden la vida moderna: el sexo y el trabajo, Tinder y la maternidad, la jungla urbana y el desapego de la especie.

A mi amigo le gusta algo menos Leticia Dolera, aunque reconoce sus méritos incuestionables. Nunca nos pondremos de acuerdo en estos asuntos... A mí -insisto- Leticia me sulibeya mucho, tanto que ya estoy pensando, ay, que esta escritura obsesiva debe de ser amor verdadero. Leticia me gusta lo mismo arreglada que desarreglada, recién levantada que recién acostada. No necesita ponerse guapa para ser guapa, y en eso creo yo que mi corazón anda  turulato.

La serie me gusta mucho, ya digo, casi tanto como Leticia, pero tampoco se me escapa que su mensaje es que ningún hombre merece la pena salvo que sea un discapacitado intelectual. No sé: a lo peor es verdad, y me estaba cabreando a lo tonto.





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Quien a hierro mata


🌟🌟🌟

Nos hemos acostumbrado, desde niños, desde que veíamos las películas americanas los sábados por la tarde,  a que las cosas inverosímiles, altamente improbables, suceden con la mayor naturalidad del mundo en Los Ángeles, o en Nueva York, o a mitad de camino, en el cruce del Misisipi -que de niños había un chiste que decía que el río más corto del mundo, en contraposición, era el Mispispís. Y no sólo las películas de ciencia ficción, o los musicales coloridos, que son monopolio casi exclusivo de la imaginación americana, sino esas películas violentas que van dejando muertos por todas las esquinas: tiroteos, persecuciones, malotes de gatillo fácil y policías que desenfundan sin mucho protocolo, que luego, a la mañana siguiente, uno se imagina a los jueces del condado levantando cadáveres por doquier y comprende que no pueden dar abasto, los pobrecicos.



    Las cosas inconcebibles que suceden en Quien a hierro mata no nos harían sonreír de incredulidad si los narcotraficantes vivieran en Miami y el ángel vengador se pareciera un poco más a George Clooney, o a Al Pacino, en otro registro. No nos harían escribir estas pequeñas maldades si toda esta gente del hampa hablara inglés con acento cubano, o colombiano. O si la película -como reza su título en inglés- se llamara Eye for an eye, que siempre queda muy chulo, de hombre Marlboro, de  sabor a viejo western, a Harry el Sucio, o a Charles Bronson enturbiando la mirada, y no como en el título original, que lleva ese refrán popular que suena a retahíla desdentada de la abuela.

    La película de Paco Plaza deja un montón de muertos por las pacíficas calles de Cambados, que uno se imaginaba repleta de otros cadáveres más sustanciosos, caparazones de nécoras, y cáscaras de mejillón.  En Quien a hierro mata hay ahogados en bateas, acribillados por chinorris, acuchillados en centros penitenciarios, gángsters estampados contra parabrisas, médicos asesinados en el salón de su casa, familiares ajusticiados en terribles actos de venganza… Casi un escaparate de muertes posibles. Y uno, que navega por todo esto muy entretenido, pero también con una sonrisa socarrona, se imagina este mondongo de venganzas explicado en el Telediario de La 1, al día siguiente, como noticia de apertura, y comprende que a los guionistas del asunto se les ha ido un poco la pinza. Ni lo de Puerto Urraco, que es la americanada más reciente de nuestra historia, llegó a tanto…



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Vida perfecta

🌟🌟🌟🌟

De adolescentes, en la ciudad provinciana, nos enseñaban que las mujeres no sentían deseo. Que ellas se dejaban hacer, las cosas, las sexuales, pero nada más. Entre las mentiras de los curas y los silencios de los padres, las milongas de los colegas y los malentendidos del porno en VHS, crecimos pensando que el orgasmo femenino era un paripé que ellas practicaban para que la especie humana se perpetuara. Jadear y gemir para que el hombre se excitara mientras ellas repasaban mentalmente la lista de la compra, o planificaban el próximo ciclo de blanco y color en las lavadoras. Sí: ésa era nuestra noción básica del asunto. Yo también fui a la EGB, ocho años, y no era tan divertido como aparece ahora en esos libros superventas. Nuestra educación fue confusa, oscura, contaminada de catolicismo rancio y prejuicios medievales. Los nacidos en el 72 -sobre todo si ya no eras muy espabilado de natura- éramos unos auténticos merluzos, carne de seminario, y pagafantas del ligoteo.



    Si hubiéramos visto Vida perfecta hace treinta años -admitiendo, por supuesto, la paradoja temporal- nos hubiera parecido una serie de marcianas aterrizadas en Barcelona. Tres hermanas procedentes de la estrella Sirio que aparcan su ovni cerca de Montjuic y recorren la Rambla hablando del sexo que practican, del que recuerdan, del que les apetecería probar, una aspirando al marco conyugal, otra huyendo de él, y la otra, la artista, la excéntrica, que ni siquiera sabe muy bien qué significa eso de conyugal…. Una versión erótico festiva de V, la serie aquella de los lagartos que nos invadían, y de sus lagartonas devoradoras.



    Los gilipollas del año 72 ahora somos hombres hechos y derechos, experimentados - más o menos- y hemos dejado el catolicismo para los ratos de cachondeo y las comuniones de los sobrinos. Ya estamos preparados para entender series que nos hablan de mujeres con los mismos deseos, y las mismas decepciones, aguijoneando en las carnes. La serie de Leticia Dolera se había hecho famosa por otros motivos antes de estrenarse. El eterno conflicto entre lo soñado y lo posible, entre la ideología y el parné, que se reproduce incluso en cabezas tan privilegiadas como la de esta mujer. Ahora su serie se va hacer famosa por otros motivos. No es perfecta -y el juego de palabras es infantil, lo sé- pero ya empiezo a recomendársela a todo el mundo, embarcado en un nuevo apostolado tan vehemente como plasta. Los diálogos suenan a verdad; los sentimientos, a propios; los personajes, a conocidos. En los tiempos oscuros, las calles del deseo eran muy estrechas y tristes, pero nunca te perdías. Ahora todo es campo abierto, posibilidad y tentación. Y las probabilidades de equivocarte se multiplican...



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