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Cuento de otoño

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Hace 25 años no estaba bien visto buscar el amor de formas -vamos a llamar- “no presenciales”. Las malas lenguas decían que era el recurso de los feos y los desesperados. De los parias en el amor. De los que no sabían bailar o se les trababa la lengua en el cubata. De las mujeres casquivanas que no aceptaban el curso natural de su soledad.

En 1998 -que para unas cosas es ayer mismo y para otras es el mundo de los Picapiedra- existían las agencias matrimoniales, que eran como las gestorías del amor, y también los anuncios por palabras, donde solía escribirse “Hombre respetable y limpio busca una mujer para fines serios”, o “Mujer hacendosa y simpática busca conocer a un hombre que no se fije solo en las apariencias”. Internet aún caminaba con pañales, cagándose encima cada dos por tres, y solo algún genio malévolo de Silicon Valley preveía la creación de las apps del ligoteo que ahora ya son herramientas de uso común, libres de caspa. “Tienes un e-mail” se rodó el mismo año que “Cuento de otoño” y sólo hay que ver cómo ligaban los pocos americanos que tenían una conexión decente a los servidores.

En 1998, para una mujer como Margali, la viticultora que decidió trasladarse a las faldas del Mount Ventoux para producir vinos de calidad, las opciones de conocer a un hombre de la manera tradicional -tête à tête, como diría ella en su lengua vernácula- se reducen básicamente a tres: esperar que el vecino de finca esté de buen ver, bajar a la disco del pueblo a menear el esqueleto el saturday night, o confiar, como ella dice, en que le caiga el príncipe azul de los cielos también azules de la comarca, tan benéficos para su ánimo y para sus viñas.

Margali dice que a sus cuarenta y tantos años ya pasa, que ya no siente el deseo. Que el trabajo en las viñas es abrumador y la satisface por entero. Pero su amiga, que escucha sus confidencias con atención, no termina de creérsela. Ella sabe que Margali todavía se toca en las noches solitarias, así que decide poner un anuncio en la prensa local, como cantaba Joaquín Sabina en “Rebajas de enero”. Esto son las rebajas del otoño, pero también sirven para encontrar algún chollo por ahí.





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El rayo verde

🌟🌟🌟🌟


Delphine es una mujer insoportable -pero guapísima- a la que todos sus amigos intentan encontrar un destino para que pase las vacaciones. Pero no para mantenerla alejada de París y así descansar de sus quejas y sus insolencias, de sus lloriqueos constantes por esto y por aquello, sino porque los amigos quieren acostarse con ella y las amigas se sienten más guapas a su lado, como merecedoras de su compañía.

Es lo que decía Nancy Etcoff en aquel libro imprescindible, “La supervivencia de los más guapos”: que la belleza física te abre puertas que a otros nos están vedadas. Y no solo las sexuales, que son las más obvias. Naces con el cabello rubio, o con los ojos verdes, o con una fisonomía armónica y esbelta, y ya desde la infancia, en un carrusel  de privilegios que nunca conocerá el final, obtienes los mejores sitios en los restaurantes, y te hacen más caso cuando hablas, y te atienden primero en las consultas de lo privado. Por obra y gracia de una combinación de genes afortunados, te son aliviadas todas las pequeñeces de la vida, que son molestas como chinas en el zapato, y te son facilitadas todas las grandezas del existir, que al final te dan de comer y te procuran el confort.

Pero Delphine, aunque tiene el culo bonito, también lo tiene inquieto, eternamente insatisfecho, y no es capaz de pasar más de tres días en los destinos que sus admiradores la van ofreciendo: Cherburgo, y los Pirineos, y las playas de Biarritz... Donde otros mataríamos por tener un apartamento con vistas a la playa o a las montañas, ella solo encuentra el marasmo de la vida y la insatisfacción de los instintos. Lo único que sabe a ciencia cierta es que no quiere pasar el verano en París, pero lo demás es una incógnita flotante que va cambiando de paisaje y paisanajes.

Hasta que un buen día, en esos encuentros casuales que también son privilegio de la gente guapa, Delphine conoce a un apuesto veraneante con el que poner a prueba la teoría sentimental del rayo verde, en el marco incomparable de un atardecer en San Juan de Luz. Contemplar el rayo verde confiere el superpoder de clarificar tus propios sentimientos, y de adivinar los sentimientos de los demás.





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La mujer del aviador

🌟🌟🌟🌟


La semana pasada empecé a leer “Justine”, la primera novela del Cuarteto de Alejandría. Y yo, que siempre pongo caras de actores y de actrices a los personajes, elegí el rostro de Marion Cotillard para encarnar a esta mujer que es la amante de todo quisqui pero la mujer de ninguno. Sin embargo, mientras leía, yo mismo no estaba muy contento con la elección de doña Marion: el nombre de Justine me había empujado casi sin remedio al universo de lo francés, y ahí, buscando a la mujer de cabellos morenos y rasgos judíos que describe Lawrence Durrell, se me coló Marion Cotillard como una solución de urgencia para no demorarme demasiado en los párrafos

Así he avanzado más o menos dos tercios de novela, fascinado por la escritura pero incómodo con el cásting, hasta que hoy, viendo “La mujer del aviador”, he encontrado el rostro perfecto para encarnar a esta mujer liviana que no va rompiendo corazones, sino desmontándolos pieza por pieza para que no vuelvan a funcionar. Justine, como el personaje de Marie Riviére en la película, es la mujer que se entrega sin darse; la lianta; la inabordable. La que se deja querer justo hasta la raya de su capricho. La que va de cama en cama pero no deshace ninguna en realidad. La que es capaz de acostarse con un amante mientras piensa en el siguiente que vendrá y al mismo tiempo, con otra parte del cerebro preservada, es capaz de evocar un amante perdido entre las brumas de Alejandría. O de París. Justine, como Anne en la película, es la mujer que presta su cuerpo pero jamás concede  su alma misteriosa. Una trampa mortal. Un laberinto hecho de antojos y de traumas.

Por lo demás, “La mujer del aviador” es otra película de Eric Rohmer que trata de aclarar las lindes de los amores, como una topografía de lo sentimental. Sexo verbal entre franceses y francesas. ¿Dónde está el límite entre los celos y el recelo; entre la preocupación y la posesión; entre el sexo y la jodienda; entre la entrega y la independencia? ¿Entre el amor y el divertimento?





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