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La semana pasada empecé a
leer “Justine”, la primera novela del Cuarteto de Alejandría. Y yo, que siempre
pongo caras de actores y de actrices a los personajes, elegí el rostro de
Marion Cotillard para encarnar a esta mujer que es la amante de todo quisqui pero
la mujer de ninguno. Sin embargo, mientras leía, yo mismo no estaba muy
contento con la elección de doña Marion: el nombre de Justine me había empujado
casi sin remedio al universo de lo francés, y ahí, buscando a la mujer de
cabellos morenos y rasgos judíos que describe Lawrence Durrell, se me coló
Marion Cotillard como una solución de urgencia para no demorarme demasiado en
los párrafos
Así he avanzado más o
menos dos tercios de novela, fascinado por la escritura pero incómodo con el
cásting, hasta que hoy, viendo “La mujer del aviador”, he encontrado el rostro
perfecto para encarnar a esta mujer liviana que no va rompiendo corazones, sino
desmontándolos pieza por pieza para que no vuelvan a funcionar. Justine, como
el personaje de Marie Riviére en la película, es la mujer que se entrega sin
darse; la lianta; la inabordable. La que se deja querer justo hasta la raya de
su capricho. La que va de cama en cama pero no deshace ninguna en realidad. La
que es capaz de acostarse con un amante mientras piensa en el siguiente que
vendrá y al mismo tiempo, con otra parte del cerebro preservada, es capaz de
evocar un amante perdido entre las brumas de Alejandría. O de París. Justine,
como Anne en la película, es la mujer que presta su cuerpo pero jamás concede su alma misteriosa. Una trampa mortal. Un
laberinto hecho de antojos y de traumas.
Por lo demás, “La mujer
del aviador” es otra película de Eric Rohmer que trata de aclarar las lindes de
los amores, como una topografía de lo sentimental. Sexo verbal entre franceses
y francesas. ¿Dónde está el límite entre los celos y el recelo; entre la
preocupación y la posesión; entre el sexo y la jodienda; entre la entrega y la
independencia? ¿Entre el amor y el divertimento?
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