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Master and Commander

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Hoy en día, tal como está el patio (de butacas), los neuróticos ya no podemos ir al cine. O sólo en sesiones muy escogidas, casi clandestinas, como de ambiente de sala X vergonzante. Horarios de cenobitas que ya han desistido de encontrar un comportamiento comunitario como de melómanos en la platea, o de cartujos en los maitines.

¿Por qué la gente guarda las formas en una ópera de Mozart y no en una película de Scorsese? Es un misterio. ¿Por qué está gentuza que rebusca las palomitas, sorbe la Coca-Cola, habla sin rubor, corre por los pasillos, juega con el móvil, golpea los respaldos, se ríe a destiempo, por qué, Dios mío, por qué, cuando van a otros espectáculos de más alta etiqueta se callan como hijos de puta y se comportan como seres humanos civilizados y no como gremlins recién salidos de su Mogwai?

Hoy he vuelto a ver “Master and Commander” en la tele de mi salón, y aunque mi tele es de muchas pulgadas y mi predisposición como espectador era de entrega absoluta y alborozada, la experiencia me ha dejado un regusto de melancolía. Hace muchos años, en la otra vida de León, vi “Master and Commander” en la pantalla enorme del Teatro Emperador y aquella experiencia casi me puso al borde del misticismo. Recuerdo que salí del cine casi tambaleándome, con un colocón de sales marinas y de pólvoras remojadas. “Master and Commander” me pareció la puta película de todos los tiempos quizá porque aquel pantallón era como el mismo mar inabarcable que surcaban la “Surprise” y el “Acheron”.

Recuerdo que éramos cuatro gatos en aquella sesión marginal: cinéfilos recelosos que nos vigilábamos las manos como cowboys a punto de entrar en duelo, a ver si alguien sacaba la bolsa de patatas o el teléfono móvil del bolsillo. Pero no hubo caso, y en apenas unos segundos ya éramos todos marineros a bordo de la “Surprise”, acojonados por el miedo pero excitados por la aventura. Compañeros de armas y colegas de trinquete, sea el trinquete lo que sea.  La pantalla ocupaba todo nuestro horizonte, y el bramido del mar y el cañonazo del enemigo a veces nos cogían de improviso y nos unían en hermandad.




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