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El show de Truman

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La primera vez que ves “El show de Truman” sólo estás pendiente de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia ese Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone sonriendo. (Que ya quisiera uno -digo yo- pasar varios años en la inopia vital, vigilado por un dios ridículo ataviado con boina, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique varias danzas melanesias al calor de las fogatas).

Hoy, en cambio, porque he vuelto a ver la película con el desenlace sabido y la moraleja digerida, me ha dado por pensar en las otras personas que viven atrapadas con él en el decorado de Seahaven. Porque si Truman es un prisionero de la vida, ellos, los actores que se dedican a engañarle, no dejan de ser unos prisioneros del trabajo. Habrían merecido una película paralela que nos contara sus vidas singulares, o un spin-off en forma de serie, ahora que hay un millón de plataformas galácticas sobrevolando nuestro planeta.

Hannah Gill, por ejemplo, es una actriz que también se pasa todo el día encerrada entre las cuatro paredes de la farsa, fingiendo un matrimonio con Truman Burbank que no es el suyo. Debe de ser agotador y lacerante. Supongo que durante el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro por Seahaven, Meryl Burbank vuelve a ser Hannah Hill por unas horas y aprovecha el asueto para refugiarse en su casa verdadera, seguramente a pocas millas de distancia por si a Truman le da la ventolera de regresar. Allí puede que su duche otra vez, que coma lo que le gusta de verdad, que se acueste por amor con su marido verdadero... Porque ése es otro personaje interesantísimo, el señor Hill. ¿Qué pensará él de todo esto, un hombre que disfruta de su propia esposa a ratos perdidos, casi de contrabando, mientras Truman Burbank se cree legítimamente casado con ella y le hace cosas en la cama que se emiten, aunque sea censuradas, para una audiencia de millones de personas en televisión?



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Gallipoli

🌟🌟🌟


Este soldado que finalmente muere en  “Gallipoli” habría merecido el Premio Darwin de 1915 a la muerte más tonta del año. Es una pena que este premio tardara tantos años en instituirse... Porque hay que ser un memo, casi un irresponsable de carcajada, para sacrificar el esplendor de la hierba que le esperaba en Australia, tan lejos de las guerras y de los imperios europeos, para ir a defender los intereses de la burguesía británica en la I Guerra Mundial. 

Que te recluten a la fuerza so pena de cárcel o de fusilamiento es una cosa. Cuando desertar es más peligroso que ir al frente uno agacha la cabeza y se entrega a su destino. No queda otra. Pero vivir en el Quinto Pino y decidir, sin que nadie te obligue, sólo por deber patriótico y por amor a la bandera, ir a defender los privilegios del rey Jorge V al estrecho de los Dardanelos, y liarse a tiros con unos turcos ignotos que viven a 14.000 kilómetros de tu casa, y sin saber exactamente qué se está dirimiendo en la batalla polvorienta, es, a mi modo de entender, siempre muy apátrida y muy poco dado a lo castrense, una conducta suicida digna de escándalo y de reprobación. 

Tarados los hay en cualquier sitio, desde luego. Aquí mismo, en España, si la cosa se pusiera jodida para los burgueses y hubiera que invadir, qué sé yo, la ciudad de Tánger, o anexionarse Portugal para repartir nuevos dividendos en el IBEX 35, habría un puñado no desdeñable de anormales que se presentarían voluntarios en las oficinas de reclutamiento. Por Dios, por la Patria y el Rey... Pues muy bien. ¿Pero qué Dios, so memos, si Dios no existe? ¿Pero qué Patria, so imbéciles, si la Patria solo es un trapo y un mapa coloreado? ¿Pero qué Rey, so lameculos, o qué Reina, si todos son herederos no sanguíneos de Franco? ¿La expresentadora del Telediario? ¿La nueva heroína de los periódicos, doña Leonor, que cada vez que aprueba una asignatura o recibe el Premio de Ser Ella Misma nos la sacan en portada para que se inflame nuestro ardor guerrero y no dudemos en dar nuestra vida para que ella siga disfrutando de sus privilegios?




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La Costa de los Mosquitos

🌟🌟🌟🌟


La Pedanía no está en la Costa de los Mosquitos. Aquí, para llegar al mar, a cualquier mar, hay que coger el caballo de hierro o la diligencia de las doce. La Pedanía, en cambio, sí está en el Valle de los Mosquitos, en el noroeste Peninsular, allá donde nunca llegaron los ingenieros del siglo XIX para drenar las zonas pantanosas por motivos de salubridad. Cuando las ardillas de este valle hacen un agujero en el suelo para guardar sus bellotas, brotan géiseres de agua como si fueran chorros de petróleo en las tierras de los texanos.

Cuando llega el verano, mi piernas nazarenas y mis brazos flagelados dan fe del martirio sanguinolento. Y no sólo en verano: estos mosquitos del Valle -más grandes que las moscas, más bien como tábanos o libélulas de Julio Verne- no se recogen en sus madrigueras cuando llegan las bajas temperaturas. Más que nada porque aquí tampoco se producen bajas temperaturas... Dos heladas en enero y a correr. Eso sí: en cada helada siempre se joden dos manzanos, o cuatro viñedos y los agricultores claman a los cielos su furor de proveedores. Sacan a pasear a la Virgen del Calor, escriben una carta al negociado de Bruselas y amenazan darle un buen par de hostias a Pedro Sánchez si aparece por aquí. 

(La malaria sin erradicar explicaría muchas cosas de las que veo cada día por aquí...).

Lo cierto es que nadie llama a estos andurriales el Valle de los Mosquitos. Y eso es porque los putos bichos sólo me pican a mí, que soy el extraño, el extranjero, el Harrison Ford involuntario. El que vino a ganarse el pan con el sudor de su frente y también, por añadidura, con la sangre de sus heridas. Yo no nací aquí y no estoy correctamente entrecruzado. Soy el único gilipollas que no tiene los anticuerpos convenientes en la sangre. El tolai capitalino que huele distinto cuando esos zancudos salen a buscar víctimas a la caída del sol, como vampiros de una tierra bellísima pero ajena.

(Esta diatriba fue escrita hace tres meses en plena canícula desesperante).





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Master and Commander

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Hoy en día, tal como está el patio (de butacas), los neuróticos ya no podemos ir al cine. O sólo en sesiones muy escogidas, casi clandestinas, como de ambiente de sala X vergonzante. Horarios de cenobitas que ya han desistido de encontrar un comportamiento comunitario como de melómanos en la platea, o de cartujos en los maitines.

¿Por qué la gente guarda las formas en una ópera de Mozart y no en una película de Scorsese? Es un misterio. ¿Por qué está gentuza que rebusca las palomitas, sorbe la Coca-Cola, habla sin rubor, corre por los pasillos, juega con el móvil, golpea los respaldos, se ríe a destiempo, por qué, Dios mío, por qué, cuando van a otros espectáculos de más alta etiqueta se callan como hijos de puta y se comportan como seres humanos civilizados y no como gremlins recién salidos de su Mogwai?

Hoy he vuelto a ver “Master and Commander” en la tele de mi salón, y aunque mi tele es de muchas pulgadas y mi predisposición como espectador era de entrega absoluta y alborozada, la experiencia me ha dejado un regusto de melancolía. Hace muchos años, en la otra vida de León, vi “Master and Commander” en la pantalla enorme del Teatro Emperador y aquella experiencia casi me puso al borde del misticismo. Recuerdo que salí del cine casi tambaleándome, con un colocón de sales marinas y de pólvoras remojadas. “Master and Commander” me pareció la puta película de todos los tiempos quizá porque aquel pantallón era como el mismo mar inabarcable que surcaban la “Surprise” y el “Acheron”.

Recuerdo que éramos cuatro gatos en aquella sesión marginal: cinéfilos recelosos que nos vigilábamos las manos como cowboys a punto de entrar en duelo, a ver si alguien sacaba la bolsa de patatas o el teléfono móvil del bolsillo. Pero no hubo caso, y en apenas unos segundos ya éramos todos marineros a bordo de la “Surprise”, acojonados por el miedo pero excitados por la aventura. Compañeros de armas y colegas de trinquete, sea el trinquete lo que sea.  La pantalla ocupaba todo nuestro horizonte, y el bramido del mar y el cañonazo del enemigo a veces nos cogían de improviso y nos unían en hermandad.




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Picnic en Hanging Rock

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La pregunta es: ¿por qué persevero en películas que a los veinte minutos ya se descubren insufribles y mortales para el entusiasmo? ¿De dónde viene esta insistencia suicida, antinatural, des-evolutiva, que no es sólo para las películas, sino también para el resto de la vida: las personas y los lugares, los libros y los alimentos? ¿Para qué, por qué, a qué razón siniestra obedece este volar de luciérnaga contra el televisor si ya sé que voy a abrasarme en el aburrimiento? ¿Dónde está, como ser humano, mi voluntad de recular, mi decisión de oponerse? Porque nada mejora con el tiempo, y lo que no colma de entrada ya no tiene solución ni remedio. Sucede con las películas, y también con las cosas de la vida.



    Picnic en Hanging Rock -por mucho que la dirija Peter Weir, que era su anzuelo y su reclamo- empieza siendo un truño y termina siendo un truño elevado al cuadrado, o al cubo, o al zurullo, porque la roca australiana de Hanging Rock tiene eso, forma de zurullo, como si un monstruo prehistórico hubiera defecado en mitad de la nada y la mierda se hubiera quedado allí para los geólogos del futuro, fosilizada. Picnic en Hanging Rock es un anuncio de Anais Anais estirado hasta las dos horas de duración: señoritas del año 1900 que se pasean con sus corsés, con sus trajes vaporosos, con sus parasoles para no quemarse la piel tan blanca. Señoritas de internado que incluso en el verano tórrido de los australianos van revestidas de arriba a abajo para no despertar el deseo de los hombres victorianos, tan ávidos de escote y de pantorrilla. Señoritas de buenas costumbres, de libros de poesía, de pensamientos puros y conversaciones estúpidas, que un buen día salen de excursión y deciden ser libres durante media hora para perderse entre las rocas. Todo fascinante y misterioso. E insoportable. La enésima prueba de que la cinefilia de postín va por un lado y mi cinefilia de provincias va por otra, siempre desencontradas, irreconciliables, como si nunca viéramos las mismas películas. A lo mejor es eso, que me dan el cambiazo con los títulos…
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El año que vivimos peligrosamente

🌟🌟🌟

Los occidentales tienen la extraña costumbre de enamorarse en ambientes exóticos y peligrosos. Mientras los oriundos del subdesarrollo se acechan en las junglas para llevar a casa un cuenco de arroz, los imperialistas que trabajan en las embajadas, o escriben mentiras para los periódicos, dedican su tiempo libre a los escarceos del amor. Los hemos visto en muchas películas, besándose bajo las lluvias torrenciales del monzón, mientras ahí fuera se matan los guerrilleros y los gubernamentales.

    Los amantes de las películas casi siempre se conocen en el cóctel del embajador, o en el baile del general, y les basta un cruce de miradas y un saludo protocolario para amarse con la locura arrebatada de los trópicos. Quizá confunden el calor del ambiente con el ardor de la sangre. La excitación de la adrenalina con la exaltación de la pasión. Quizá toman lo exógeno por lo endógeno, lo circunstancial por lo duradero. En sus tierras de origen todo es tranquilo y civilizado, y los corazones no están acostumbrados a latir más deprisa por culpa del peligro que se respira en el aire. Tal vez confunden la taquicardia del amenazado con la agitación del enamorado.

    La guerra civil todavía no ha estallado en Indonesia cuando Mel Gibson y Sigourney Weaver se conocen en un sarao típico de los anglosajones -el crocket, o el cricket, o el aniversario de la Reina. Pero es obvio que no queda mucho para que comiencen las hostilidades. Los barcos cargados de armas ya están llegando a los puertos, y los soldados indonesios tienen órdenes de limpiar sus fusiles. Hace mucho calor en las Indias Holandesas, y la pobreza es extrema, y el odio ya forma montañas inmensas de excrementos. La guerra civil va a ser sanguinaria como pocas, y las balas no van a distinguir a los nativos de los turistas. Gibson y Weaver tendrán que coger el avión en cualquier momento para salvar sus culos enamorados. Cuando esto suceda, en el aeropuerto de destino, el amor que ahora los envuelve no durará más allá de la cinta de equipajes. El frío y la seguridad de saberse vivos matarán el virus tropical en un santiamén.



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Único testigo

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A los dieciséis años, cuando los adolescentes ya se vuelven insoportables del todo y se masajean los genitales a escondidas del Triángulo que todo lo ve,  los amish les abren la puerta del redil para que se mezclen libremente con el mundo de los “ingleses” y experimenten las tentaciones de la carne y de la tecnología. Es el período vital llamado “rumspringa”, que no es el delantero centro del Bayern Leverkusen ni el alero triplista del Zalguiris de Kaunas.

Mientras los adolescentes viven su aventura en los territorios del pecado -que es como tomarse unas vacaciones con balconing en los hoteles de Magaluf-, y se toman su tiempo antes de decidir si se bautizarán en la fe de sus mayores,  éstos, en el lado virtuoso de los montes, dan gracias a su dios por la tranquilidad recobrada y vuelven a ordeñar las vacas y a construir los graneros sin la ayuda de los cachivaches modernos enchufados a la red o a las baterías.

    En Único testigo, Rachel es una lozana menonita que después de visitar el jardín de las delicias ha regresado a la fe de su comunidad. De su rumspringa juvenil solo le queda un brillo en los ojos, un donaire en el caminar. Una sonrisa involuntaria que aún tiene algo de lascivia y jugueteo. Rachel, tan guapetona, tan bien construida por la buena alimentación que le proporcionaron sus gentes en la adolescencia, con el grano de primera categoría y la leche de vaca sin adulterar, seguramente fue la reina sexual de muchas fiestas y muchos saraos allá en los lodazales de la lujuria. Pero terminó aburrida, o desencantada, harta de fornicar con tipejos atraídos por su belleza mientras esperaba al chico decente que nunca dio el paso de saludarla.  

    Así que un buen día decidió regresar a la vida tranquila del mundo decimonónico y agropecuario. Y tan feliz que andaba ella con su ora et labora hasta que una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada apareció en su vida el mismísimo Han Solo, que pasaba por la Via Láctea para repostar gasolina y víveres en el Halcón Milenario. Nada más verlo aparecer, tan bien hecho, tan seductoramente picaruelo, Rachel siente que las ascuas del deseo reverdecen –o mejor dicho, rerojecen- en sus entrañas guardadas en un frigorífico. Cuando ya estaba a punto de enterrarse en vida, Rachel se siente viva de nuevo. Es una inmensa alegría, pero también una tremanda putada. Único testigo es una película sobre el amor tormentoso e imposible. Lo del crimen y su testigo sólo es un mcguffin estirado. Una película de Hitchcock en toda regla, con rubia incluida.





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Matrimonio de conveniencia

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En Matrimonio de conveniencia, la señorita Brontë, ciudadana americana residente en Nueva York, con un peinado de los años noventa idéntico al que lucía Elaine Benes en Seinfeld, aspira a vivir en un ático con invernadero tropical y vistas diáfanas de los rascacielos. Pero la comunidad de vecinos, que vela por las buenas costumbres de los residentes, exige que miss Brontë presente un certificado de matrimonio para empezar a negociar el contrato. Ella es demasiado guapa, demasiado sexy, y los vecinos no quieren ver un desfile de maromos entrando y saliendo del edificio. Quieren ver estabilidad en la escalera, en el ascensor, en los espacios comunes de esparcimiento. Quieren que los ruidos conyugales procedan siempre de la misma fuente varonil. Saber que siempre es el mismo señor Brontë el que exhala y proporciona los gemidos de placer. Habituar el oído. Sonreír complacidos en el sueño desvelado.

    Por su parte, Georges Fauré es un ciudadano francés que busca el permiso de residencia en Estados Unidos. La green card del título original. Caducado su visado de turista, Georges sobrevive en trabajos mal pagados a la espera de un golpe de suerte, o de una patada en la puerta que inicie los trámites de deportación. Georges es un hombre con estudios, con aspiraciones, con inquietudes musicales incluso, y siendo francés no se entiende muy bien qué narices pinta en Estados Unidos pidiendo la limosna de un DNI. Como si en Francia no les dieran trabajo a los músicos o a los artistas. Si fuera un exiliado libanés, o tanzano, que son países muy poco proclives al I+D de sus habitantes, el personaje de Gérard Depardieu tendría otra credibilidad, otra consistencia. Pero claro: ya no podrían poner a Gérard Depardieu como actor estelar en la película.

    La única salida que les queda a estos dos personajes atribulados es un matrimonio de conveniencia, que aquí en España, tan buenos como somos con los eufemismos, se llama matrimonio de complacencia. La señora Brontë y el señor Fauré no tienen, por supuesto, ninguna intención de vivir juntos, pero una inspección gubernamental les obligará a guardar las apariencias durante unos días de mutuo conocimiento. Y así, sin proponérselo, surgirá el amor. Es una vieja teoría que corre por ahí. Hay incluso un programa de televisión que la usa como argumento principal. Quizá el orden correcto no sea primero el acercamiento, luego la intimidad, y más tarde la convivencia. Tal vez nos iría mejor si probáramos a hacerlo a la inversa: primero convivir con el desconocido que nos hemos topado en el bar o en el speed dating; luego testarlo en las condiciones más críticas de la vida doméstica, y de los fragores más exigentes de la batalla sexual, y ya más tarde, si la cosa funciona, plantearse si el romanticismo tienen cabida en esa extraño proyecto de pareja que empezó construyéndose por el tejado.


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