El show de Truman
Gallipoli
🌟🌟🌟
Este soldado que finalmente muere en “Gallipoli”
habría merecido el Premio Darwin de 1915 a la muerte más tonta del año. Es una
pena que este premio tardara tantos años en instituirse... Porque hay que ser un
memo, casi un irresponsable de carcajada, para sacrificar el esplendor de la
hierba que le esperaba en Australia, tan lejos de las guerras y de los imperios
europeos, para ir a defender los intereses de la burguesía británica en la I
Guerra Mundial.
Que te recluten a la fuerza so pena de cárcel o de
fusilamiento es una cosa. Cuando desertar es más peligroso que ir al frente uno
agacha la cabeza y se entrega a su destino. No queda otra. Pero vivir en el
Quinto Pino y decidir, sin que nadie te obligue, sólo por deber patriótico y
por amor a la bandera, ir a defender los privilegios del rey Jorge V al
estrecho de los Dardanelos, y liarse a tiros con unos turcos ignotos que viven
a 14.000 kilómetros de tu casa, y sin saber exactamente qué se está dirimiendo
en la batalla polvorienta, es, a mi modo de entender, siempre muy apátrida y
muy poco dado a lo castrense, una conducta suicida digna de escándalo y de
reprobación.
Tarados los hay en cualquier sitio, desde luego. Aquí
mismo, en España, si la cosa se pusiera jodida para los burgueses y hubiera que
invadir, qué sé yo, la ciudad de Tánger, o anexionarse Portugal para repartir
nuevos dividendos en el IBEX 35, habría un puñado no desdeñable de anormales
que se presentarían voluntarios en las oficinas de reclutamiento. Por Dios, por
la Patria y el Rey... Pues muy bien. ¿Pero qué Dios, so memos, si Dios no
existe? ¿Pero qué Patria, so imbéciles, si la Patria solo es un trapo y un mapa
coloreado? ¿Pero qué Rey, so lameculos, o qué Reina, si todos son herederos no
sanguíneos de Franco? ¿La expresentadora del Telediario? ¿La nueva heroína de
los periódicos, doña Leonor, que cada vez que aprueba una asignatura o recibe
el Premio de Ser Ella Misma nos la sacan en portada para que se inflame nuestro
ardor guerrero y no dudemos en dar nuestra vida para que ella siga disfrutando
de sus privilegios?
La Costa de los Mosquitos
🌟🌟🌟🌟
La Pedanía no está en la Costa de los Mosquitos. Aquí, para llegar al mar, a cualquier mar, hay que coger el caballo de hierro o la diligencia de las doce. La Pedanía, en cambio, sí está en el Valle de los Mosquitos, en el noroeste Peninsular, allá donde nunca llegaron los ingenieros del siglo XIX para drenar las zonas pantanosas por motivos de salubridad. Cuando las ardillas de este valle hacen un agujero en el suelo para guardar sus bellotas, brotan géiseres de agua como si fueran chorros de petróleo en las tierras de los texanos.
Cuando llega el verano, mi piernas nazarenas y mis brazos flagelados dan fe del martirio sanguinolento. Y no sólo en verano: estos mosquitos del Valle -más grandes que las moscas, más bien como tábanos o libélulas de Julio Verne- no se recogen en sus madrigueras cuando llegan las bajas temperaturas. Más que nada porque aquí tampoco se producen bajas temperaturas... Dos heladas en enero y a correr. Eso sí: en cada helada siempre se joden dos manzanos, o cuatro viñedos y los agricultores claman a los cielos su furor de proveedores. Sacan a pasear a la Virgen del Calor, escriben una carta al negociado de Bruselas y amenazan darle un buen par de hostias a Pedro Sánchez si aparece por aquí.
(La malaria sin erradicar explicaría muchas cosas de las que veo cada día por aquí...).
Lo cierto es que nadie llama a estos andurriales el Valle de los Mosquitos. Y eso es porque los putos bichos sólo me pican a mí, que soy el extraño, el extranjero, el Harrison Ford involuntario. El que vino a ganarse el pan con el sudor de su frente y también, por añadidura, con la sangre de sus heridas. Yo no nací aquí y no estoy correctamente entrecruzado. Soy el único gilipollas que no tiene los anticuerpos convenientes en la sangre. El tolai capitalino que huele distinto cuando esos zancudos salen a buscar víctimas a la caída del sol, como vampiros de una tierra bellísima pero ajena.
(Esta diatriba fue escrita hace tres meses en plena canícula desesperante).
Master and Commander
Picnic en Hanging Rock
El año que vivimos peligrosamente
Los occidentales tienen la extraña costumbre de enamorarse en ambientes exóticos y peligrosos. Mientras los oriundos del subdesarrollo se acechan en las junglas para llevar a casa un cuenco de arroz, los imperialistas que trabajan en las embajadas, o escriben mentiras para los periódicos, dedican su tiempo libre a los escarceos del amor. Los hemos visto en muchas películas, besándose bajo las lluvias torrenciales del monzón, mientras ahí fuera se matan los guerrilleros y los gubernamentales.
Los amantes de las películas casi siempre se conocen en el cóctel del embajador, o en el baile del general, y les basta un cruce de miradas y un saludo protocolario para amarse con la locura arrebatada de los trópicos. Quizá confunden el calor del ambiente con el ardor de la sangre. La excitación de la adrenalina con la exaltación de la pasión. Quizá toman lo exógeno por lo endógeno, lo circunstancial por lo duradero. En sus tierras de origen todo es tranquilo y civilizado, y los corazones no están acostumbrados a latir más deprisa por culpa del peligro que se respira en el aire. Tal vez confunden la taquicardia del amenazado con la agitación del enamorado.
Único testigo
A los dieciséis años, cuando los adolescentes ya se vuelven insoportables del todo y se masajean los genitales a escondidas del Triángulo que todo lo ve, los amish les abren la puerta del redil para que se mezclen libremente con el mundo de los “ingleses” y experimenten las tentaciones de la carne y de la tecnología. Es el período vital llamado “rumspringa”, que no es el delantero centro del Bayern Leverkusen ni el alero triplista del Zalguiris de Kaunas.
Así que un buen día decidió regresar a la vida tranquila del mundo decimonónico y agropecuario. Y tan feliz que andaba ella con su ora et labora hasta que una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada apareció en su vida el mismísimo Han Solo, que pasaba por la Via Láctea para repostar gasolina y víveres en el Halcón Milenario. Nada más verlo aparecer, tan bien hecho, tan seductoramente picaruelo, Rachel siente que las ascuas del deseo reverdecen –o mejor dicho, rerojecen- en sus entrañas guardadas en un frigorífico. Cuando ya estaba a punto de enterrarse en vida, Rachel se siente viva de nuevo. Es una inmensa alegría, pero también una tremanda putada. Único testigo es una película sobre el amor tormentoso e imposible. Lo del crimen y su testigo sólo es un mcguffin estirado. Una película de Hitchcock en toda regla, con rubia incluida.
Matrimonio de conveniencia
En Matrimonio de conveniencia, la señorita Brontë, ciudadana americana residente en Nueva York, con un peinado de los años noventa idéntico al que lucía Elaine Benes en Seinfeld, aspira a vivir en un ático con invernadero tropical y vistas diáfanas de los rascacielos. Pero la comunidad de vecinos, que vela por las buenas costumbres de los residentes, exige que miss Brontë presente un certificado de matrimonio para empezar a negociar el contrato. Ella es demasiado guapa, demasiado sexy, y los vecinos no quieren ver un desfile de maromos entrando y saliendo del edificio. Quieren ver estabilidad en la escalera, en el ascensor, en los espacios comunes de esparcimiento. Quieren que los ruidos conyugales procedan siempre de la misma fuente varonil. Saber que siempre es el mismo señor Brontë el que exhala y proporciona los gemidos de placer. Habituar el oído. Sonreír complacidos en el sueño desvelado.







