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El incidente

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En realidad los seres humanos ya lo estamos haciendo: suicidándonos. No es necesario que una toxina altere nuestros neurotransmisores para quitarnos la vida con lo primero que pillemos. Ya nos estamos suicidando de a poquitos, paso a paso, como bebés que aprendieran una técnica sostenida. 

Después de ver una película de catástrofes ecológicas siempre pienso que nuestro fin no será tan espectacular como estos de las películas. Iremos menguando en número, desapareciendo poco a poco de los ecosistemas, hasta que ya todo sea un lodazal desértico o improductivo. Dentro de unos cuantos siglos habrá un último hombre -o una última mujer- que ya no encontrará a nadie con quien aparearse y pondrá fin a esta historia tragicómica de paraísos y basureros que comenzó con Adán y su costilla. 

Mis vecinos de al lado -yo los observo sin querer- cogen el coche a todas las putas horas para hacer recorridos ínfimos por La Pedanía. 400 metros para llevar a los hijos al colegio y luego regresar, por ejemplo. Podrían enviarlos solos, caminando, que ya son mayorcitos, o en caso de padecer el síndrome de Madeleine, acompañarles en un corto paseo hasta allí. Pero no: para esa mierda de desplazamiento cogen el buga, que además es un buga de la hostia, a tope de humos por el tubo. Es el mismo buga con el que luego el padre hace la ronda de los bares, que están a la misma distancia del colegio, y con el que luego la madre se presenta en la peluquería o en el centro cívico a salvar lo poco que le queda de belleza, entre secadoras de pelo y ejercicios de Eva Nasarre. Todo eso, por supuesto, también está al lado de los colegios. 

Estos dos indeseables ecológicos tendrían que ser los primeros en suicidarse si las plantas de La Pedanía se comportaran como las plantas de Shyamalan, inteligentes y vengativas. La próxima vez que pasaran por delante de ellas, zas, una buena andanada de toxinas, para que ya no llegaran vivos al hogar. El problema es que las toxinas no distinguen entre los que conducen y los que van en bicicleta. Por dentro, todos somos los mismos monos sin pelaje. Apenas un 0’0001% de genes marcan la diferencia.




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Guía del autoestopista galáctico

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La vida no tiene sentido. El número 42 que escupe el superordenador en La guía del autoestopista galáctico es el ejemplo perfecto de una respuesta sin pies ni cabeza. Un chiste genial. El oráculo también pudo haber dicho “sopa”, o “3/4”, o un relincho en arameo. Cualquier tontería. Llevamos con este tema de la trascendencia desde los filósofos griegos y lo único que hemos conseguido es marear la perdiz, la pobrecica. Los seres humanos sólo somos un accidente bioquímico que ha llegado demasiado lejos. Nada más. Aminoácidos implumes que piensan cuando tienen el estómago lleno y el techo asegurado. Cuando no dan fútbol por la tele o no estamos en precampaña electoral. Pensar en el sentido de la vida solo es un pasatiempo que nos ocupa mientras se hacen las tostadas o sale el agua caliente.

 Da postín, pensar en esas cosas, y a veces salen hasta reflexiones muy chulas, y muy profundas. Recordamos nuestros tiempos de la clase de filosofía, en el Bachillerato, cuando éramos jóvenes y soñadores. Nos ponemos nostálgicos... Pero son pensamientos que no van más allá, que naufragan al poco tiempo de partir. Más allá de la física y de la química hay un tajo por donde desaguan los océanos, como en los mapas antiguos, y las grandes preguntas son Terra Incognita que nadie ha visto ni visitado. Sólo relatos de viajeros muy sospechosos, que traen noticias de mundos muy fantásticos e inverosímiles.


    Somos las carcasas que los genes construyen para seguir viajando por el espacio-tiempo. Nada más. Les servimos para amortiguar los golpes, los meteoros, la radiación ultravioleta... En cierto modo, somos sus naves espaciales. Y no deja de ser bonito este pensamiento, aunque nos reduzca a poca cosa e instrumento. Los genes nos construyen en los astilleros del útero para navegar por la vida y luego buscar afanosamente otro útero en el que volver a construir el nuevo modelo, antes de que al actual lo desguacen en el crematorio o en la tumba. Ellos son los verdaderos autoestopistas galácticos, y no los seres humanos, que somo actores secundarios en esta historia tan simple y tan compleja de vivir. Habría que preguntarles a ellos por la trascendencia y por el sentido último del universo. Quizá sepan algo. Son unos supervivientes de la hostia. Se agarran tanto a la vida, en tantas especies, en tantas naves espaciales, en condiciones extremas, con tanto ahínco, incluso en los cometas que cruzan el espacio desolado, que da qué pensar. Es posible que ellos estén en el secreto. Esos umpalumpas silenciosos a los que Richard Dawkins desmontó.



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