The New Pope
Ripley
🌟🌟🌟🌟🌟
Hace unos meses, al poco de estrenarse “Ripley”, arribó el barco pirata a La Pedanía con un cofre que contenía sus episodios. Pero yo entonces estaba empachado de ficciones y me preguntaba, además, qué sentido tenía otra versión de Tom Ripley en las pantallas. Para los cinéfilos de mi generación ya existía un Tom Ripley canónico, insustituible, que fue aquel Matt Damon con cara de no haber roto nunca un plato. Como mucho algún himen, y puede que un par de culos alegres. Así que desdeñé el género y me decanté por otras ficciones que no dejaron más huella que estos escritos tontos que fosilizan al instante.
Pero uno escucha los podcasts, y lee las revistas, y capta las confidencias, y “Ripley”, incluso después del verano que todo lo derrite, seguía muy vivo en las conversaciones. El otro día regresó el barco pirata y ya no tuve dudas de descargar su mercancía. Me picaba la curiosidad. Los fotogramas en blanco y negro de Andrew Scott prometían una maldad nueva y reconcentrada. Ese actor tiene algo muy torvo en la mirada... Ya nunca podremos leer un relato de Sherlock Holmes sin imaginarnos a otro Moriarty que no sea él.
Tom Ripley, en origen, era un tipo indescifrable y muy distinto: joven, con sex-appeal, capaz de hacer dudar a los hombres y de torcer voluntades en las mujeres. Andrew Scott, en cambio, ha perdido pelo y ya no le quedan muchos años para entrar en la aplicación de Ourtime. Estaba claro que su Ripley iba a ser muy diferente del concebido por Patricia Highsmith: uno al que se le venir de lejos y ni aun así puedes esquivarlo. También hay malvados así, magnéticos por pura maldad, irresistibles porque te puede la curiosidad y desmantelas las defensas.
Ahora que he terminado de ver “Ripley” ya puedo afirmar que es la serie del año. La temporada final de “Succession” ya tiene sucesora. Eso sí: en “Ripley” siempre pierden los millonarios. Tom Ripley se los va cargando por el camino. Es otro método para ascender en la escala social, aunque no para redistribuir la riqueza: apropiarse de sus identidades. Suplantarlos como vainas extraterrestres que duermen bajo sus camas. No sé qué hubiera pensado el camarada Lenin de todo esto.
Retrato de una dama
🌟🌟🌟
Algún crítico malévolo lo llamó “cine de tacitas”. De tacitas
de té, se sobreentiende. No sé si fue Javier Ocaña quien lo inventó, o Javier
Ocaña quien lo recogió. Da igual. Se lo leí a él, y el hallazgo es cojonudo. Porque
el cine ambientado en la época victoriana transcurre, efectivamente, alrededor
de mesas de té donde las mujeres socializan y los hombres... bueno, los hombres
nunca están. Ellos suelen estar de pie, en la chimenea, fumándose un puro, o
repantigados en los sofás, con sus coñacs y sus leontinas, repartiéndose la plusvalía
de los obreros y negociando el amor de las mujeres como quien negocia traspasos
de futbolistas.
El amor, según ellos, está reservado para las amantes que les
esperan desnudas en sus pisos de Londres, o en sus chabolos de la campiña. La
misma palabra lo dice, jolín: amantes. Lo otro, que es el matrimonio, emparentar
con las otras sangres de la burguesía, es un asunto demasiado serio para
dejárselo a las mujeres, que se pierden en sentimientos y en lloreras. En
libros de cursilerías. Qué sería de ellas sin nosotros, celebran a risotadas mientras
se pegan otro lingotazo y encienden otro habano con billetes de diez libras.
El ”cine de tacitas” nos ha legado películas infumables, de lanzar
cócteles molotov a la pantalla o destruir el televisor a martillazos. Pero
también nos ha dejado las películas de James Ivory, y “La edad de la inocencia”,
y la obra maestra de la elegancia que es “Sentido y sensibilidad”. ¿”Retrato de
una dama”? Pues ni fu ni fa. Ni fu de fuego ni fa de fascinante. La película es
demasiado larga, demasiado estilosa. Pretenciosa, iba a decir. Le sobran treinta
minutos por lo menos. Demasiada enagua verbal me parece a mí. John Malkovich
sobreactúa y Nicole Kidman lleva unos pendientes horrorosos, de abuela de la
posguerra, que deslucen toda su belleza.
Sospecho que “Retrato de una dama” sería una petardada
mayúscula si no fuera porque a veces suena la música de Schubert, que estremece,
y la música de Wojciech Kilar, que te pone la gallina de piel, como dijo el holandés
errante.
Los gritos del silencio
Hasta hace dos telediarios, en el mundo civilizado -porque el incivilizado sigue más o menos igual- la historia la escribían los psicópatas sanguinarios. Los que asesinan sin piedad, ordenan exterminios o envían soldados a la muerte segura. Los que ni sienten ni padecen cuando empuñan la espada o firman el documento. Los que se cargaban, ya impacientes, al gobernante que gestionaba los escasos períodos de paz y reconstrucción. Napoleón decía que los soldados perdidos en una batalla se repoblaban con una sola noche de amor en París. Y se quedaba tan ancho, y tan bajito como siempre. En su mente sólo cabían fábricas de carne, y matanzas en los campos.
Guía del autoestopista galáctico
La vida no tiene sentido. El número 42 que escupe el superordenador en La guía del autoestopista galáctico es el ejemplo perfecto de una respuesta sin pies ni cabeza. Un chiste genial. El oráculo también pudo haber dicho “sopa”, o “3/4”, o un relincho en arameo. Cualquier tontería. Llevamos con este tema de la trascendencia desde los filósofos griegos y lo único que hemos conseguido es marear la perdiz, la pobrecica. Los seres humanos sólo somos un accidente bioquímico que ha llegado demasiado lejos. Nada más. Aminoácidos implumes que piensan cuando tienen el estómago lleno y el techo asegurado. Cuando no dan fútbol por la tele o no estamos en precampaña electoral. Pensar en el sentido de la vida solo es un pasatiempo que nos ocupa mientras se hacen las tostadas o sale el agua caliente.
Cómo ser John Malkovich
🌟🌟🌟🌟
Cómo ser John Malkovich empieza con una marioneta igualita que Pablo Iglesias, el líder de Podemos, bailando la danza de una depresión. El parecido es asombroso: la misma barba, la misma coleta, los mismos ojos entrecerrados al estilo tártaro de Lenin...
La marioneta se mira al espejo, no se gusta, lo rompe. Destroza los objetos de la habitación y se revuelca en el suelo dominada por la rabia. Es una performance como de político derrotado en unas elecciones. Poco antes, en los telediarios, uno ha visto al Pablo Iglesias de verdad sostener un florido debate contra las fuerzas del Mal en el Parlamento. Y ahora, en lo que iba a ser una ficción de media tarde, una película escrita por Charlie Kaufman -el raro- para Spike Jonze -el extravagante-, uno vuelve a encontrarlo convertido en un muñeco manejado por un hábil titiritero, como si esto fuese 13 TV insinuando subordinaciones del "Coletas" al chavismo venezolano, o al régimen iraní. Uno, que conoce de sobra el argumento de la película, y sabe que lo del títere sólo es una coincidencia de fisonomías, acaba, sin embargo, de abandonar los vapores alucinógenos de la siesta, y teme por un segundo no haber despertado todavía, y estar soñando una pesadilla imposible donde John Cusack mueve los hilos de la izquierda española y John Malkovich, aunque afeitado de barba y de cabeza, hace el papel de un político gallego que aparece en todas partes soltando obviedades sin pudor y trabalenguas sin sentido. Malkovich, Malkovich, Malkovich...
Quemar después de leer
Yo soy de los que defienden Quemar después de leer en cualquier tertulia, en cualquier foro, a pecho descubierto. Y aunque tal postura suele costarme el abucheo general, y el repudio de los culturetas, cada cierto tiempo vuelvo a verla para reafirmarme en la opinión. Los Coen rodaron esta cuchipanda un año después de No es país para viejos, y la gente tal vez esperaba otra película sombría y sesuda, con diálogos crípticos y personajes trascendentes, o trascendentales. Pero los Coen son así, imprevisibles y caprichosos, y ruedan lo que más les apetece en cada momento. De los desiertos abrasadores de Texas -donde se recocían las meninges y la gente se desnortaba con facilidad- nos trasladaron a los entresijos gubernamentales de Washington, donde la locura ya casi viene de serie entre sus habitantes, en forma de paranoia o de engreimiento personal.