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Los Soprano. Temporada 2

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Es difícil ver “Los Soprano” sin sentir cierta incomodidad. Una incomodidad ética, quiero decir, no la del culo -que en mi caso, aunque suelo tumbarme de lado para evitar los dolores de espalda- está muy a gustito en el sofá. Sentir empatía por Tony Soprano nos avergüenza y nos hace dudar de nuestra integridad. Pero no lo podemos evitar. Es el poder maligno de la ficción, que pone en marcha las neuronas espejo y luego te esconde el botón para apagarlas. 

Tony Soprano -lo sabemos de sobra- es un asesino, una mala bestia, pero atrapados en las tramas nos ponemos sin querer en su lugar. Nos duele que le persigan, que le traicionen, que tenga un hijo tan inútil y una madre tan arpía. Y una mujer -ella sí- carente por completo de moralidad. Nos joroba mucho que a veces la doctora Melfi no comprenda sus conflictos irresolubles. Quién no ha estado alguna vez en la consulta tratando de explicarse sin conseguirlo... La identificación con Tony Soprano es como un conjuro, como un mal sueño, hasta que de pronto recordamos -o nos hacen recordar- que este tipo es un indeseable con el que sería mejor no toparse por la vida. Tony Soprano es muy simpático, sí, un tiarrón con un punto de niño grande y bobalicón, pero no dudaría en pegarte un tiro si viera en peligro su parte de las ganancias.

Pero ésta no es la única incomodidad ética que brota del sistema cognitivo. “Los Soprano” nos recuerda que la honradez no es el camino más eficaz para tener fajos de billetes en los bolsillos. Mí demonio interior -que vive entre los cojones para tocármelos sin desplazarse- me susurra que estos psicópatas viven como príncipes mientras que yo, tan ético y tan ejemplar, tengo que comerme la inflación de los precios y la inflación añadida que pone la familia Roig. Porque los Roig, ya que estamos, no dejan de ser otros mafiosos amparados por la ley. “Los Roig” no son italianos, sino valencianos, y no necesitan la Beretta o el bate de béisbol para sacarte los billetes de la cartera. Les basta con cambiar las etiquetas que ponen sus esclavas sobre los productos. 







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Los Soprano. Temporada 1

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La Edad de Oro de la televisión empezó con un coche atravesando un túnel. Un minuto después supimos que el coche regresaba a casa -o al casoplón-, en la zona noble de New Jersey, después de haber liquidado algún negocio turbio en Nueva York. Y digo turbio porque los abonados a Canal + ya sabíamos que esto iba de mafiosos con el gatillo fácil y el gesto amenazante. Y el conductor del buga no parecía dedicarse, precisamente, a la decoración de interiores o a la alta cocina de los gourmets.

El estreno de “Los Soprano” fue un acontecimiento planetario, como dijo Leire Pajín muchos años después sobre un congreso que presidió Zapatero. "Los Soprano" es anterior a Leire, y a las hipotecas subprime, y a la caída las Torres Gemelas, que todavía campean como falos en la intro de la primera temporada. Y es que han pasado la hostia de años, sí, exactamente los mismos que llevo viviendo en La Pedanía, rodeado de vecinos agropecuarios que jamás han visto “Los Soprano” y además no saben quiénes son. Y yo aquí, en el mismo salón de entonces, pero con una tele mejor, revisitando el mito y el tiempo perdido. 

He buscado en IMDB la fecha exacta de su estreno en Canal +: 7 de mayo del año 2000. No recordaba la fecha, pero sí las circunstancias: fue un domingo por la noche, después del fútbol, en el último intento de curar esa tristeza inabarcable. Por entonces se tardaban meses en estrenar las series que venían de Estados Unidos, pero ya digo que veníamos cebados de sobra, los adocenados del grupo PRISA, que sólo leíamos El País, escuchábamos la SER y presumíamos de ver ficcciones de “qualité” en el Plus. 

Recuerdo que me gustó el primer episodio, pero no mucho. Quizá esperaba más mafiosos y menos familiares. Los Soprano eran la pandilla de maleantes, sí, pero también la esposa de Tony y los dos churumbeles, que interferían de continuo en la función. O quizá había perdido el Madrid justo antes y yo andaba de mal humor. El caso es que desistí, me abandoné, y solo cuando la serie se convirtió en un clamor cultureta le concedí una segunda oportunidad. Mucho me arrepentí entonces de mi inicial ceguera. Hubo cilicios y todo. Un porrón de años después me he entregado a la nostalgia...





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Agárralo como puedas

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Pues será el karma, no sé, o la puta casualidad, o los dioses que a veces juegan conmigo, haciéndome guiños o trastadas, pero el caso es que el mismo día en que decido grabar Agárralo como puedas en el Movistar +, venciendo mis escrúpulos de gafapasta ridículo, luego, a las pocas horas, escucho en la radio una conversación con Fernando Trueba en la que el director madrileño -mucho más desacomplejado que yo, y, por tanto, mucho más sabio- reivindica precisamente la comedia chorra, absurda, hecha de gilipolleces a lo Mortadelo y Filemón, y reafirma su deseo siempre insatisfecho de rodar algún día una película así, a lo idiota, sin complejos, al puro descacharre. Una película -y la cita expresamente, para dejarme boquiabierto, y pensando en las telepatías y en las metafísicas - como Agárralo como puedas, de la que luego se pone a desgranar chistes y gracias en total comunión con el presentador del programa, que se parte la caja, y luego el culo, y más tarde ya el organismo entero, pero no por cortesía, por quedar bien ante el invitado, sino porque es otro hombre culto y desenvuelto que ha enterrado -o quizá nunca enterró- sus prejuicios con el cine de los hermanos Zucker, y ese otro tipo, J. Abrahams, no J.J. Abrams, que ése es otro, el de las cosas de la sci-fi y la resolución de los Skywalker.

Horas después, en el sofá, tras varias décadas huyendo de mí mismo -de mi gusto simple, de mi sofisticación escasa, de mi alma infantil y perversa- me lo voy a pasar teta con las memeces teniente Frank Drebin: las románticas y las policiales, y las suyas propias, de su vida personal, que también tienen tela marinera. Pero en ese momento de la tarde, mientras escucho a Fernando Trueba por los senderos de La Pedanía, yo todavía no lo sé. En ese momento de conjunción astral y de alineamiento de los planetas, aún tengo dudas de sí por fin ha llegado el momento de des-madurar, de dejar de hacer el gilipollas, y rendirme a la evidencia de mi gusto sin refinar. A esas horas de la tarde aún tengo miedo de la involución, de la metamorfosis inversa. Del regreso a las tardes de mi infancia. Ahora, la verdad, un poquito menos.




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