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Saben aquell

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De niños, en León, también hablábamos catalán en la intimidad. O al menos lo entendíamos en parte. Y no como ese fascista de José Mari, que solo lo dijo para arañar votos en Barcelona. 

Pero tampoco nos pongamos estupendos: en realidad solo sabíamos dos frases de catalufo, aunque encerraran mundos completos de referencias. La primera, claro, era “Tot el camp és un clam”, que entonaban los culés en el colegio las raras veces que tenían algo que celebrar: que nos ganaban en los duelos directos, mayormente, porque luego, de títulos, no se jalaban ni una rosca, siempre que si el árbitro, que si las lesiones, que si el sursuncorda... Igual que ahora, vamos. 

La segunda frase de nuestro acervo catalán era “Saben aquell que diu...”. Era la muletilla con la que Eugenio siempre comenzaba su show cuando salía por la tele. Y nos descojonábamos, claro, por su acento cerrado de Barcelona, y porque ya anticipábamos el chiste genial que iba a venir justo después. Lo suyo era humor inteligente, y no como el de otros. “Un esqueleto entra en un bar y pide una cerveza y una fregona...”. Yo era mucho de Eugenio, de su semblante y de su distancia, y no tanto de Arévalo o de Bigote Arrocet, que no eran más que dos tolais repetitivos. Los tres eran los reyes de la casete de gasolinera y salían mucho en el “Un, dos, tres”. Y si salías en el “Un, dos, tres” ya te llovían los contratos y te forrabas. Y follabas cantidubi, supongo.

En eso, la película de Trueba es un poco tramposa, porque Eugenio compareció por primera vez en el “Un, dos, tres” cuando ya era un hombre viudo y depresivo. La gran fama de la tele le llegó después de que se muriera Conchita, el gran amor de su vida, con la que empezó haciendo dúo musical y acabó teniendo un dúo de retoños. “El gorrino y la mujer, acertar y no escoger”, que decía Marcial Ruiz Escribano. Y Eugenio acertó el pleno al quince en la quiniela. Conchita, si hacemos caso del biopic, le regaló los mejores momentos de su vida, aquellos en los que su carácter autocorrosivo encontró un descanso y una cura temporal. Hay tipos con suerte, aunque la suya, ay, fuera una suerte con fecha de caducidad.





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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

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Vivir es fácil con los ojos cerrados es el homenaje de David Trueba a los españoles anónimos que resistieron los años del franquismo. A los que se iban cagando en todo entre dientes. A los que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un improperio mjy bajito que no se oyera al otro lado del tabique.


  Vivir es fácil con los ojos cerrados cuenta la de uno de estos antihéroes, de uno de estos silentes cabreados, que ve en la rebeldía juvenil de Los Beatles una oportunidad para el desahogo, para la apertura de conciencias. Para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar. Seguramente no es la intención de David Trueba, pero uno ve un paralelismo entre aquellos resistentes al nacional-catolicismo y los que ahora resistimos los embates antisociales de nuestro gobierno, conformado, no lo olvidemos, por los hijos y nietos de aquellos mismos tipejos, carne de la misma carne insolidaria, sangre de la misma sangre sociopática. Hueso del mismo hueso terrateniente y sacramental. 


El mito de la Transición nos ha contado que a la muerte de Franco España bullía de gentes díscolas y disconformes, odiantes anónimos del régimen. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara Franco o cualquier otro, mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sabadete. Lo que pasa es que los ancianos de ahora se ven obligados a decir que ellos, por supuesto, también fueron antifranquistas en la juventud, para quedar bien en las entrevistas y que nadie les mire mal en la familia. Todos cuentan las mismas trolas de que corrieron delante de los grises, de que acudieron a manifestaciones no permitidas, de que corearon himnos prohibidos en los campos de fútbol o en los círculo de la Uni. Mienten, pero es comprensible que mientan. La verdad pura y dura -que en el fondo la dictadura les daba lo mismo- sería ultrajante para ellos mismos.

 Tipos como el personaje de Javier Cámara eran héroes aislados, islas de rebeldía, ilustrados de verdad. Buenos ciudadanos que no querían llevarse una hostia de la Benemérita, ni pasar una temporada en la cárcel, ni perder su puesto de trabajo en la España árida y pobre. Pero por dentro maldecían y lloraban. No querían ser héroes, pero tampoco eran tontos. Olían la hediondez y caminaban por la calle con cara de asco, y con sueños de cambio. Mientras los demás se dejaban llevar por la corriente, ellos chapoteaban a escondidas en sentido contrario, para luchar, aunque fuera en silencio, contra el curso de la historia.




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