Mostrando entradas con la etiqueta Paula Beer. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Paula Beer. Mostrar todas las entradas

El cielo rojo

🌟🌟🌟


Leon es un escritor incomprendido con escasas habilidades sociales. El tipo es majo, pero a veces se olvida de sonreír con la boca cuando sonríe con las entrañas. Sin embargo, cuando rabia con los intestinos, sí que se le nota el fastidio en la cara. Es un problemón, desde luego. No es autismo ni nada parecido: es una dificultad fisiológica -que no neurológica- para traducir la alegría en gestos reconocibles. Para Leon es como si la risa fuera una vergüenza o una debilidad. Una puerta de entrada a los estafadores: los del dinero y los del alma. 

Leon ha escrito una novela en la que tiene depositadas muchas esperanzas. Con suerte dará el salto a la fama, a los viajes pagados por toda Alemania para hacer promoción de sus novelas y alimentarse de canapés. Una oportunidad pintiparada para conocer chicas que de otro modo no le hubieran hecho ni puto caso. Porque Leon, además, con tanto escribir, con tanto centrarse en las fuerzas del intelecto, ha descuidado un poco las tablas de gimnasia y se presenta algo foferas ante los amores imposibles. Leon tampoco es alguien especialmente agraciado con la lotería de los genes faciales: ni feo ni guapo, el suyo es un rostro anónimo entre la multitud. 

Leon, sin embargo -porque esas cosas las sabemos todos los escritores provinciales- sabe que su novela es una puta mierda y que el editor va a decirle que pruebe con otra cosa, mariposa. Es por eso que Leon, en esas vacaciones en la playa que son el marco argumental de “El cielo rojo”, está especialmente mohíno e irritable. Mientras su amigo trisca  por los montes y se liga al socorrista más mazado de las playas del Báltico, él se amarga retocando mil veces su texto ya moribundo antes de nacer.

Su mayor amargura, sin embargo, es haberse enamorado a primera vista de Nadja, la chica con la que él y su amigo comparten retiro espiritual en la cabaña. Nadja es guapísima y misteriosa, como un hada viviente del bosque. O como una aparición ya muy desvirgada de la Virgen. Leon es un tonto enamorado de un amor imposible. Un incauto. Leon tiene la hostia de defectos. Leon me irrita. Leon es un poco -un poco- como yo. 





Leer más...

Frantz

 🌟🌟🌟

El día que me tocó escribir sobre Doce años de esclavitud, ya reseñé que el cómico Pablo Ibarburu distingue con mucha guasa entre películas de blancos y películas de negros. En su teoría -que va muy bien encaminada- las películas de blancos cuentan “inconvenientes”, mientras que las películas de negros cuentan “problemas”, problemas de verdad, los de la marginación y la pobreza, y no estos que nos afligen a los privilegiados del mundo: que si el Madrid juega de puta pena,  que si no alcanza el sueldo para comprar un iPhone, o que si Margarita -tan guapa ella- no me quiere y se ha ido con otro fulano. Chuminadas del espíritu, que sólo afloran cuando la despensa está llena, el trabajo asegurado, y la vida, salvo cataclismo, discurre por una plácida autopista con montañas al fondo, que decoran el paisaje.



    Los personajes de esta película titulada Frantz son blancos, pero viven en la Europa arrasada de 1919, así que también tienen problemas, penas gordísimas, y heridas como pozos, y traumas de no levantar cabeza, y no simples inconvenientes como nosotros, que no hemos conocido ninguna guerra que deje el paisaje arruinado, y media generación asesinada en un campo de batalla. Sólo los rescoldos de la Guerra Civil, que todavía calientan el brasero de la política. Qué distintas, serían las portadas de nuestros periódicos, y las conversaciones en nuestros bares, si la mayoría hubiéramos perdido un hijo en la guerra, y tuviéramos que comprar el pan con una cartilla de racionamiento…

    Luego, lo curioso, es que Frantz cuenta la historia universal -puro inconveniente- de una mujer bellísima que sufre de amores. Porque Anna, en su pueblo de Alemania, se ha quedado sin su novio caído en combate, y aunque son decenas los hombres que ahora la pretenden, y que esperan a que termine su período de luto como lobos al acecho, ella, para escándalo de la comunidad, se enamora de un exsoldado francés que anda de visita. Un lío morrocotudo, y un desgarro para su corazón, pero nada más que eso: un inconveniente de los que decíamos antes. Mientras Anna deshoja la margarita, ahí fuera, en los hogares que no son burgueses como el suyo, caen chuzos de punta, la gente cocina ratones para comer, y el dinero, con la superinflación, ya vale menos que el papel que lo sustenta.

Leer más...