Mostrando entradas con la etiqueta Pierre Niney. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pierre Niney. Mostrar todas las entradas

Black Box

🌟🌟🌟🌟


Cansado de sus desamores y de sus desencuentros con las muras, Andy Warhol escribió una vez en sus diarios:

“Machines have less problems. I’d like to be a machine, wouldn’t you?”

Yo también lo he deseado alguna vez: estar hecho de aleaciones metálicas y cables de colorines para ser frío como el hielo, hierático como los robots, despreocupado  como los microchips. No sufrir. Fallar menos. Reducir la electrostática del pensamiento que da tantos quebraderos de cabeza. Sacrificar el entusiasmo a cambio de la paz; la expectación a cambio de la certidumbre... Pero sé que a la larga no compensa y por eso me contengo en el deseo. Y además, en el siglo XXI, la tecnología todavía no está preparada para tales desafíos.

Pero es que además, querido Andy, las máquinas también fallan. Equivocarse no es una tara exclusiva de los seres humanos. Donde hay mucho cable anudado -en el cerebro, o en el ordenador portátil- siempre habrá finalmente una disfunción fatal. Será la proximidad de los electrones, digo yo. Alguna interacción cuántica que de pronto todo lo jode. Un algo imprevisible que se agazapa en el corazón de las partículas. Si los seres humanos no somos más que física y química, como dijo Severo Ochoa, y luego cantó Joaquín Sabina, las máquinas tampoco se escapan a esa maldición de la materia.

Y los aviones -sorprendente revelación- también son máquinas. Por muy ultramodernas que las desarrollen. Lo cual es casi peor, si mi teoría de los cables y las complicaciones resulta cierta. Los aviones son unas máquinas del demonio: cuando están en tierra, no comprendes cómo pueden volar; y cuando flotan en el aire, casi ingrávidas, no comprendes cómo se pueden caer. Pero se caen, y a veces lo hacen sin que intervenga un piloto borracho o un yihadista enajenado. El misterio del accidente queda registrado en las cajas negras, que en verdad son naranjas como todos sabemos. Pero los registros también son materia, ay, y por tanto están sujetos a la degradación, o a la tergiversación de los registradores.





Leer más...

Frantz

 🌟🌟🌟

El día que me tocó escribir sobre Doce años de esclavitud, ya reseñé que el cómico Pablo Ibarburu distingue con mucha guasa entre películas de blancos y películas de negros. En su teoría -que va muy bien encaminada- las películas de blancos cuentan “inconvenientes”, mientras que las películas de negros cuentan “problemas”, problemas de verdad, los de la marginación y la pobreza, y no estos que nos afligen a los privilegiados del mundo: que si el Madrid juega de puta pena,  que si no alcanza el sueldo para comprar un iPhone, o que si Margarita -tan guapa ella- no me quiere y se ha ido con otro fulano. Chuminadas del espíritu, que sólo afloran cuando la despensa está llena, el trabajo asegurado, y la vida, salvo cataclismo, discurre por una plácida autopista con montañas al fondo, que decoran el paisaje.



    Los personajes de esta película titulada Frantz son blancos, pero viven en la Europa arrasada de 1919, así que también tienen problemas, penas gordísimas, y heridas como pozos, y traumas de no levantar cabeza, y no simples inconvenientes como nosotros, que no hemos conocido ninguna guerra que deje el paisaje arruinado, y media generación asesinada en un campo de batalla. Sólo los rescoldos de la Guerra Civil, que todavía calientan el brasero de la política. Qué distintas, serían las portadas de nuestros periódicos, y las conversaciones en nuestros bares, si la mayoría hubiéramos perdido un hijo en la guerra, y tuviéramos que comprar el pan con una cartilla de racionamiento…

    Luego, lo curioso, es que Frantz cuenta la historia universal -puro inconveniente- de una mujer bellísima que sufre de amores. Porque Anna, en su pueblo de Alemania, se ha quedado sin su novio caído en combate, y aunque son decenas los hombres que ahora la pretenden, y que esperan a que termine su período de luto como lobos al acecho, ella, para escándalo de la comunidad, se enamora de un exsoldado francés que anda de visita. Un lío morrocotudo, y un desgarro para su corazón, pero nada más que eso: un inconveniente de los que decíamos antes. Mientras Anna deshoja la margarita, ahí fuera, en los hogares que no son burgueses como el suyo, caen chuzos de punta, la gente cocina ratones para comer, y el dinero, con la superinflación, ya vale menos que el papel que lo sustenta.

Leer más...

El hombre perfecto

🌟🌟🌟

Seducido por su título, me senté a ver El hombre perfecto con un cuaderno de apuntes sobre las rodillas, a ver en qué podía mejorar yo este cuerpo tan poco serrano, y esta imaginación tan poco resolutiva. Ahora que estoy de nuevo en el escaparate del amor, y que la competencia con los otros maniquíes se torna durísima y despiadada, me asomé a la película llevado por ese reclamo como de libro de autoayuda, como de artículo de la revista Muy Interesante, a ver si se me pegaba algo de ese tipo tan apuesto que aparecía en el cartel: un hombre joven, con gafas de sol, de barbilla dominante, vestido con un polo de sport como de ejecutivo que viniera de jugar al tenis, o al pádel, mientras su chica espectacular espera al borde de la piscina, tumbada en la hamaca. Un triunfador de la vida que seguramente podría ofrecerme unos consejillos para cultivar el cuerpo, estructurar la mente y poner en práctica tres o cuatro tácticas infalibles para conquistar a las mujeres.

    Pero este tipo, Mathieu, el escritor frustrado que se apropia de la novela de un moribundo y alcanza las mieles fraudulentas del éxito literario, es un hombre bastante imperfecto para mi mal. Un auténtico hijo de puta, más bien. A los diez minutos de película ya tenía yo el cuaderno cerrado, y el bolígrafo encapuchado, los dos sin trabajo a mi vera en el sofá. Lo del hombre perfecto era una ironía, una cuchipanda, pero como no venía entrecomillada, ni escrita en cursiva, uno se la creyó a pies juntillas, y cuando se dio cuenta de que allí no había aprendizajes ni recetarios, ya era demasiado tarde para abandonar. Porque, luego, la verdad sea dicha, la trama de El hombre perfecto tiene su gracia y su miga, y de vez en cuando asoma por allí el espíritu orondo del maestro Hitchcock para darle suspense al asunto de la suplantación, cuando Mathieu es descubierto en su impostura, y se lanza a la carrera loca del mentir, y del asesinar...




Leer más...