Frantz

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El día que me tocó escribir sobre Doce años de esclavitud, ya reseñé que el cómico Pablo Ibarburu distingue con mucha guasa entre películas de blancos y películas de negros. En su teoría -que va muy bien encaminada- las películas de blancos cuentan “inconvenientes”, mientras que las películas de negros cuentan “problemas”, problemas de verdad, los de la marginación y la pobreza, y no estos que nos afligen a los privilegiados del mundo: que si el Madrid juega de puta pena,  que si no alcanza el sueldo para comprar un iPhone, o que si Margarita -tan guapa ella- no me quiere y se ha ido con otro fulano. Chuminadas del espíritu, que sólo afloran cuando la despensa está llena, el trabajo asegurado, y la vida, salvo cataclismo, discurre por una plácida autopista con montañas al fondo, que decoran el paisaje.



    Los personajes de esta película titulada Frantz son blancos, pero viven en la Europa arrasada de 1919, así que también tienen problemas, penas gordísimas, y heridas como pozos, y traumas de no levantar cabeza, y no simples inconvenientes como nosotros, que no hemos conocido ninguna guerra que deje el paisaje arruinado, y media generación asesinada en un campo de batalla. Sólo los rescoldos de la Guerra Civil, que todavía calientan el brasero de la política. Qué distintas, serían las portadas de nuestros periódicos, y las conversaciones en nuestros bares, si la mayoría hubiéramos perdido un hijo en la guerra, y tuviéramos que comprar el pan con una cartilla de racionamiento…

    Luego, lo curioso, es que Frantz cuenta la historia universal -puro inconveniente- de una mujer bellísima que sufre de amores. Porque Anna, en su pueblo de Alemania, se ha quedado sin su novio caído en combate, y aunque son decenas los hombres que ahora la pretenden, y que esperan a que termine su período de luto como lobos al acecho, ella, para escándalo de la comunidad, se enamora de un exsoldado francés que anda de visita. Un lío morrocotudo, y un desgarro para su corazón, pero nada más que eso: un inconveniente de los que decíamos antes. Mientras Anna deshoja la margarita, ahí fuera, en los hogares que no son burgueses como el suyo, caen chuzos de punta, la gente cocina ratones para comer, y el dinero, con la superinflación, ya vale menos que el papel que lo sustenta.