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La insoportable levedad del ser

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“Éste es uno de los principales inconvenientes de la extrema belleza en las chicas: sólo los ligones experimentados, cínicos y sin escrúpulos se sienten a su altura; así que los seres más viles son los que suelen conseguir el tesoro de su virginidad, lo cual supone para ellas el primer grado de una irremediable derrota”.

    He recordado esta cita de Michel Houellebecq mientras veía La insoportable levedad del ser en la insoportable tristeza del domingo. Un domingo sin fútbol decente, sin lectura absorbente, sin un amor para salir de paseo… Un domingo que termina enroscándose sobre el pecho como una boa, y que a la hora del crepúsculo decides asesinar del todo con una película que presumes aburrida, pero que lleva varias semanas tentándote desde la estantería. Con su título -tan bonito y tan kunderiano- y con su contenido, que uno recuerda de alto voltaje erótico, y que ahora, la verdad, treinta y tantos años después, más allá de la incuestionable belleza de Lena Olin desnuda, y de Juliette Binoche ofrecida, le deja a uno más maravillado que excitado, por esas cosas de la edad.



    La cita de Houellebecq, por supuesto, habla de Tomás y de Tereza. Del neurocirujano que explora más vaginas que cerebros y de la chica inocente, atolondrada, que se enamora de él pensando que una vez conquistado ya no conocerá más cuerpo que el suyo, más confidencias que las suyas. Tereza llorará, vagará por las calles, intentará suicidarse cuando  descubra que Tomás no va a renunciar a sus amantes. Tereza no entiende que los hombres atractivos, seguros de sí mismos, que convocan la admiración varias veces al día, jamás dejan descansar el instinto. Que las mismas virtudes que los vuelven irresistibles los vuelven traicioneros, y que ese círculo de amor y sospecha puede acabar con cualquiera que caiga bajo su encanto  (o ése es, al menos, el discurso que hemos hilado los hombres menos atractivos para denigrar a estos conquistadores que tanto envidiamos).

    Tereza dará marcha atrás, tratará de olvidarlo, pero una mujer enamorada de verdad nunca se va del todo. Regresará a su lado sabiendo que, como mucho, ella será la primus inter pares. Lo que no había previsto es que ese gesto rendirá el castillo de Tomás, que parecía inexpugnable, y que terminada la guerra de los afectos empezará una época de felicidad insospechada, a su lado, sobre su pecho, sonriendo ya sin temor…



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Quills

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Quills es una película atípica en mi cinefilia particular, porque a pesar de los muchos años que han pasado sin revisitarla, conservaba de ella un recuerdo casi exacto. Quills contiene poderosas imágenes que no se me van de la cabeza, duelos verbales entre el marqués de Sade y sus puritanos carceleros que son líneas maestras del diálogo, y de la vida.

Me es muy cercana, además, Quills. En el fondo, más allá de las enseñanzas morales y del contexto histórico, no es más que la historia de un personaje al que no le dejan escribir. Él marqués dispone de todo el tiempo del mundo, allá en su celda de Charenton, pero le niegan el tema, la esencia de su escritura. Yo, por contra, que vivo en otro siglo, y que tengo la libertad de elegir mis temas, incluso los más obscenos y escandalosos, no dispongo del tiempo que sí disfrutaba él, en su condición aristocrática. Porque el marqués, en su reclusión, no cocinaba, ni fregaba los platos, ni salía de compras, ni llevaba a su hijo a las actividades, ni atendía las llamadas del teléfono, ni sacaba al perro a pasear, ni perdía las tardes enteras viendo partidos de fútbol. Se lo daban todo hecho, en su celda de privilegio. Y los ingleses, allá en la pérfida Albión, enfrascados en las guerras contra sus compatriotas franceses, aún no habían encontrado tiempo para inventar el maldito balompié.

A veces me pregunto si no sería ésa mi vida ideal, la de preso. Pero no uno fijo, como el marqués de Sade, sino uno discontinuo, a temporadas, sujeto al dictado creativo de mis musas. Conocer España de cárcel en cárcel, de soledad en soledad, liberado de las pesadeces de la vida. Allí gozaría del encierro sin tentaciones ni distracciones. Tendría tiempo para pensar, haría ejercicio, llevaría una alimentación más equilibrada, y eso sin duda se reflejaría en un estilo más reflexivo y depurado. Bastaría con elegir el delito más adecuado para desarrollar cada proyecto: una evasión de capitales para una novela corta; una estafa inmobiliaria para optar a un premio de narrativa breve; unas ofensas a la Casa Real para juntar unos añitos y enfrentarme con serenidad a la obra cumbre de mi vida.



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