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El cazador de recompensas

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No hace ni tres semanas que me despedí de la maravillosa señora Maisel con lágrimas en los ojos, y mira tú: gracias a Manitú acabo de reencontrarla en mitad de los desiertos que unen Estados Unidos con México, reencarnada en una mujer de armas tomar -literalmente- en la época del Far West. 

Manitú y sus acólitos recogieron mis lágrimas para transustanciarlas en Rachel Brosnahan resucitada, lo que es sin duda un milagro más portentoso -y por supuesto más práctico- que aquel de convertir agua en vino en mitad del desierto palestino, donde el vino peleón solo te deja la lengua más raspada y sedienta.

Sucede, sin embargo, que a finales del siglo XIX ya casi no quedan indios en los territorios de Nuevo México colindantes con el México de toda la vida. El hombre blanco los ha diezmado -noventamado, sería un término más preciso- entre disparos y epidemias, así que ningún piel roja cabalga por los fotogramas de la película. Lo de Manitú y Rachel Brosnahan fue el último servicio del gran dios antes de retirarse a las praderas celestiales imposibles de colonizar. O ese piensa él, pobrecito... 

En este Nuevo México donde un siglo después venderán su droga de diseño Walter White y los Pollos Hermanos, ya solo quedan gringos de gatillo fácil y mexicanos aturdidos por el solazo de la tarde. El tópico de los tópicos... Ni western crepuscular ni frijoles en vinagre: “El cazador de recompensas” es una del Oeste como Dios manda (el mismo Dios de las bodas de Caná, quiero decir). Una peli que dentro de un par de años pasarán en bucle por las sobremesas de 13 TV, para solaz de los fachosos que se imaginan duelos al sol contra los comunistas. 

La última de Walter Hill va de pistoleros que sacan la pistola a una velocidad de vértigo cuando enfrentan al taimado truhán sin afeitar. Whisky y zarzaparrilla; Winchesters y Colts; fugitivos y bigotudos. “No nos gusta ver forasteros por aquí” y tal... Un bostezo de clichés. La película, de todos modos, es entretenida porque el reparto es descomunal, y porque sale la señora Maisel contando monólogos sobre su matrimonio desgraciado, aunque estos dan menos risa que los originales. 




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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 5

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Mi amigo dice que Midge Maisel es una mujer insoportable. Que de haberse casado con ella se pasaría más tiempo fuera que dentro del hogar por no tener que escuchar sus peroratas. O sea, lo mismo que hace ahora entre bares y huertas, viajes y compromisos, pero con un justificante médico para enseñarlo a las amistades. 

Mi amigo dice que Midge Maisel es muy guapa, que eso me lo reconoce, pero que cuando abre la boca se le va toda la seducción  por el ojete. Mi amigo dice que en ese universo de cómic en el que ambos son marido y mujer, las razones de su pito iban a colisionar estruendosamente con las razones de sus tímpanos, provocando muchas broncas y malestares. Mi amigo dice que ni el orgullo de pasear con ella por la ciudad iba a compensar las jaquecas que tal mujer iba a provocarle, todo acción en ella, torbellino, verborrea, energía cinética...

Él dice, además -y en eso le doy la razón- que Midge Maisel es una pija impresentable, la mujer con el guardarropa más extenso de todo Manhattan y de parte del extranjero, lo que dice mucho de su gusto estilístico pero muy poco de su orden de prioridades y de su solidaridad con las crisis económicas. Y yo, que soy un bolchevique del siglo XXI, y que además ya voy por la segunda cerveza en esta discusión -porque las Estrellas Galicia las carga el diablo, tan suaves como parecen al paladar y tan contundentes como actúan en la barriga- le digo que sí, que es verdad, que Midge Maisel es una pija de campeonato, pero que a mí me da igual, que peccata minuta, y que mejor para mí, mira tú por dónde, porque así ella sería mía y solo mía si algún día se sentara en esta terraza de La Pedanía y tuviera que elegir a uno de los dos, ahora que ya terminó su participación en la serie y quizá busca un remanso de paz en el anonimato.

Es una suerte, la verdad, que a mi amigo no le llene el ojo la maravillosa señora Maisel, porque yo sé que él vale más que yo: él es un caballero de los modales, un opinador mesurado, un hombre acaudalado con juiciosas inversiones... Pero no está enamorado de ella, y yo sí. Y Midge Maisel, al final, como todas las mujeres hermosas que parecen inalcanzables, solo quiere que la quieran, pajarito de mi corazón. 




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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 4

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La cuarta temporada de “La maravillosa Sra. Maisel” no es redonda. Tiene sus momentos tontos y sus cerros de Úbeda. Pero da igual. La cuarta temporada es como la propia señora Maisel: no es perfecta, pero te da lo mismo, si estás enamorado. Y yo vivo enamorado de la serie y de la señora Maisel. Un poquitín. Uno también puede enamorarse de un personaje de ficción, ¿no? Incluso de un dibujo animado, como les pasaba a los seres humanos con Jessica Rabbit, que bebían los vientos, y pugnaban contra la pulsión.

De hecho, siempre que me preguntan si vivo enamorado, tengo que matizar si me están hablando de una mujer verdadera o de una mujer de la pantalla, que a veces se suceden, pero a veces se solapan, en una trigonometría de fantasía. En un triángulo amoroso que vive sin conflictos ni tensiones. O eso creo yo...

Miriam Maisel, en mi modesta opinión, es un torbellino y un bellezón. Una mujer de armas tomar. Dice tacos, fuma, entra en reyertas con su lengua viperina. Podrías ir con ella a comer entre camioneros y te sentirías como en casa escuchando sus chistes soeces. Sus dobles sentidos de lagarta. Pero luego, tras pasar por casa y ponerse el vestido de noche, y tú el frac alquilado, podrías acompañarla a un concierto en el Carnegie Hall donde ella sería la reina de la noche, la mujer más hermosa y elegante de los contornos. Miriam Maisel es una todoterreno, una embaucadora de las miradas.

A mi amigo, sin embargo, que sigue la serie porque su mujer sigue la serie y hay que hacer matrimonio en el sofá, Miriam Maisel le parece una pesada, y una deslenguada. No soporta ese incesante parloteo que para mí es como el canto de los pájaros. Mi amigo dice que si Miriam fuera muda todavía tendría un pase, lo que a mí me indigna un poquitín. Lo llevo con mansedumbre. Pero es que a mi amigo no le gusta ni su físico, del que dice que le recuerda demasiado a Isabel Díaz Ayuso -o sea, al demonio mismo- en lo cual no va desencaminado. Pero es que a mí, que padezco flaquezas de bolchevique, eso todavía refuerza más mi colgadura, y mi chotadura por Midge Maisel, la reina de los escenarios.



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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 3

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Y aquí sigo, seis meses después, predicando en el desierto como Simeón el Estilita, subido en mi columna solitaria. O como un orate  del Speaker’s Corner, subido a la silla mientras grito y gesticulo y los transeúntes pasan educadamente delante mí. Seis meses de sermón, de evangelio, de bienaventuranzas prometidas para los que vean La maravillosa Sra. Maisel, pues de ellos será el Reino de los Ocios. Medio año de misión apostólica sin fruto que me ha dejado la lengua pastosa, y la garganta reseca, y la neurona que ya no acierta a encontrar eslóganes más convincentes, ni razones más contumaces.



    A todo el que se acerca a pedirme que le recomiende una serie de televisión -porque conmigo sólo hay tres temas posibles para conversar: las series de la tele, la conveniencia del 4-4-2 en el esquema del Real Madrid, y la beatificación y posterior santificación de Charlize Theron como un milagro angélico de la carne- llevo medio año de mi vida, de mi pasión, de mi conversión espiritual, diciéndole con entusiasmo de telepredicador americano que una de dos: o que pague la cuota correspondiente de Amazon Prime -si lo suyo es el vicio de recibir paquetes a domicilio-, o que se ponga el parche en el ojo y pesque en aguas internacionales todos los episodios de La maravillosa Sra. Maisel, los veintiocho disponibles, porque no va a encontrar una serie mejor escrita, ni mejor rematada, ni mejor interpretada por esos fulanos y esas menganas que no actúan sobre sus marcas en el suelo, sino que flotan, irradian, transmiten un buen rollo que jamás te desdibuja la sonrisa, ni la admiración. Yo ya vengo a los episodios de Mrs. Maisel con la sonrisa puesta mientras enciendo el ordenador, o preparo el pifostio en la tele, y ni siquiera la lentitud desesperante de los sistemas que arrancan es capaz de desdibujármela. No hay un solo personaje que no pronuncie el pensamiento exacto, la réplica inteligente, la coña marinera, la frase maravillosa que en la vida real -tan aburrida, tan poco chisposa- sólo se nos ocurriría decir una hora más tarde, cuando ya nadie nos atiende.



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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 2

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A veces me pregunto, en esta cinefilia tan peculiar, quién está viendo lo mismo que yo en, digamos, veinte o treinta kilómetros a la redonda. O más kilómetros, incluso, porque más allá de esta ciudad y de su alfoz sólo hay montes, viñedos, y aldeas aisladas. Hasta que llegas a Lugo, que está al otro lado de los Montes Izquierdos, o a León, que está pasando los Montes Derechos. Puede que allí, en el caserío intermedio, viva algún ermitaño con gustos parecidos a los míos, uno que tiene coche y ha preferido irse a vivir lejos de la gente, a su chalet de piedra, a su cabaña reformada, a diseñar desde allí sus proyectos ingenieriles o informáticos, un hombre o una mujer que en las pausas del trabajo también pone series como La maravillosa Sra. Maisel, que sólo está disponible en Amazon Prime, y en los caladeros más secretos del mar Pirata.




    ¿Quién coño puede estar viendo las andanzas de Mrs. Maisel en esta pedanía donde yo vivo? Nadie, seguramente. Una señorita neoyorquina de los años 50 convertida en estrella del stand-up aquí sonaría como a arameo, como a chino mandarino de los caminantes hacia Santiago, que pasan por aquí procedentes de Pekín. Soy yo, obviamente, el que está fuera de contexto, el que ha decidido instalarse aquí, en el agro, entre gentes buenas y trabajadoras que llevan los huertos al dedillo, y saben arreglarse los grifos cuando gotean, y no como uno, que es un inútil integral, un vampiro de favores, pero que eso sí, rumia en secreto su estúpido elitismo. Todo es vanidad… A cinco kilómetros de distancia está la capital de la comarca, y uno piensa que entre sus 60.000 afanosos urbanitas -vamos a ser generosos con lo de “urbe”- también habrá alguien que se haga las mismas preguntas que yo, interrogándose por su seriéfila soledad. Dan ganas, a veces, de pagar un anuncio en la gacetilla local para buscar a ese loco maravilloso, a esa loca enamorable que también ve La maravillosa Sra. Maisel en la clandestinidad. “Hola, soy Augusto Faroni, si estás viendo esta delicia déjame un comentario en el blog, por favor, para saber que no estoy solo, dejo el enlace y tal…” Y así, de paso, lo promociono un poquito. Que falta hace.




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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 1

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Único Lector -que así se llama, por casualidad, el único lector que sigue estos escritos- me recomendó hace meses La maravillosa Sra. Maisel en un mensaje que yo, lo reconozco, olvidé casi al instante, enfangado en el serial de mi vida, que ya tiene miga de por sí, y en las mil series de la tele, que se reproducen como moscas en primavera, o como opusdeístas recién salidos de una visita al Santo Padre. Pero supongo que aquel mensaje quedó escrito en el subconsciente, en ese bloc de notas que guarda los buenos consejos con tinta invisible. Porque yo, de Único Lector, y del compadre de la pedanía, suelo fiarme casi siempre, y donde me traiciona el despiste del momento, o la estupidez de una desconfianza, luego me rescata el viejo hábito de repasar las revistas, las webs, las fuentes de la bulimia, para darme una palmada en la frente y exclamar: “¡Hostia, qué gilipollas, la serie aquella…!”



    El asunto de la señora Maisel me olía, la verdad sea dicha, a rollo feminista. El contrapunto -todo sea dicho también- al rollo machista de Mad Men, cuya trama transcurría más o menos por la misma época, y por las mismas calles de Nueva York, quizá solapándose los personajes, y quién sabe si hasta rescatando al personaje de Don Draper en los garitos nocturnos del stand-up, donde acudiría con sus bellas señoritas para ir preparando el terreno infiel del tálamo. Yo pensaba que la tal Maisel -que a veces, en el desconocimiento, llamaba Masiel como a la cantante de Eurovisión- era una señora que por circunstancias del guion se subía al escenario y cargaba contra los hombres acusándolos de no limpiar la taza del retrete, de volverse gilipollas con el fútbol, de correrse antes de tiempo y luego roncar con cara de mendrugos satisfechos. Lo que suelen contar, más o menos, las monologuistas que salen en el Comedy Central de estos pagos, tan tópicas y previsibles en su mayoría… Y pardiez que no me equivoqué. De eso iba, exactamente, La maravillosa Sra. Maisel: de una mujer que abandonada por su marido se sube borracha al escenario, pone los puntos sobre los íes, y las banderillas sobre el lomo, y descubre que se puede ganar la vida, o al menos el orgullo, improvisando monólogos para las buenas gentes que buscan una cerveza y una carcajada tras la dura jornada laboral. Lo que pasa es que la serie tiene un guion prodigioso, una actriz espléndida, unos secundarios de lujo, y el milagro de sostener 50 minutos con réplicas brillantes y contrarréplicas maestras se convierte en un milagro todavía mayor al multiplicar los panes y los paces durante ocho episodios milagrosos.

    (Y además, ¡qué coño!: la señora Maisel, cuando desguaza al gilipollas de su marido con el micrófono, tiene más razón que una santa de Nueva York.)


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