La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 1

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Único Lector -que así se llama, por casualidad, el único lector que sigue estos escritos- me recomendó hace meses La maravillosa Sra. Maisel en un mensaje que yo, lo reconozco, olvidé casi al instante, enfangado en el serial de mi vida, que ya tiene miga de por sí, y en las mil series de la tele, que se reproducen como moscas en primavera, o como opusdeístas recién salidos de una visita al Santo Padre. Pero supongo que aquel mensaje quedó escrito en el subconsciente, en ese bloc de notas que guarda los buenos consejos con tinta invisible. Porque yo, de Único Lector, y del compadre de la pedanía, suelo fiarme casi siempre, y donde me traiciona el despiste del momento, o la estupidez de una desconfianza, luego me rescata el viejo hábito de repasar las revistas, las webs, las fuentes de la bulimia, para darme una palmada en la frente y exclamar: “¡Hostia, qué gilipollas, la serie aquella…!”



    El asunto de la señora Maisel me olía, la verdad sea dicha, a rollo feminista. El contrapunto -todo sea dicho también- al rollo machista de Mad Men, cuya trama transcurría más o menos por la misma época, y por las mismas calles de Nueva York, quizá solapándose los personajes, y quién sabe si hasta rescatando al personaje de Don Draper en los garitos nocturnos del stand-up, donde acudiría con sus bellas señoritas para ir preparando el terreno infiel del tálamo. Yo pensaba que la tal Maisel -que a veces, en el desconocimiento, llamaba Masiel como a la cantante de Eurovisión- era una señora que por circunstancias del guion se subía al escenario y cargaba contra los hombres acusándolos de no limpiar la taza del retrete, de volverse gilipollas con el fútbol, de correrse antes de tiempo y luego roncar con cara de mendrugos satisfechos. Lo que suelen contar, más o menos, las monologuistas que salen en el Comedy Central de estos pagos, tan tópicas y previsibles en su mayoría… Y pardiez que no me equivoqué. De eso iba, exactamente, La maravillosa Sra. Maisel: de una mujer que abandonada por su marido se sube borracha al escenario, pone los puntos sobre los íes, y las banderillas sobre el lomo, y descubre que se puede ganar la vida, o al menos el orgullo, improvisando monólogos para las buenas gentes que buscan una cerveza y una carcajada tras la dura jornada laboral. Lo que pasa es que la serie tiene un guion prodigioso, una actriz espléndida, unos secundarios de lujo, y el milagro de sostener 50 minutos con réplicas brillantes y contrarréplicas maestras se convierte en un milagro todavía mayor al multiplicar los panes y los paces durante ocho episodios milagrosos.

    (Y además, ¡qué coño!: la señora Maisel, cuando desguaza al gilipollas de su marido con el micrófono, tiene más razón que una santa de Nueva York.)