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My fair lady

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En mi casa, cuando yo era pequeño, el día que ponían “My fair lady” en la tele se declaraba fiesta de guardar. Aunque hubiera que verla en blanco y negro y en aquella caja culona de la Philips. Yo crecí con el “mueve el culo, cochino mulo”, y con “la lluvia en Sevilla es una pura maravilla”, aunque la versión original dijera otra cosa sobre la lluvia en España.

Cuando leíamos en la revista TP que iban a pasarla tal día y a tal hora, mi madre planificaba sus quehaceres para poder despatarrarse dos horas y media en el sofá, un poco al estilo barriobajero de Elizabeth Doolitle. Para no perderse ni los títulos de crédito iniciales, ella dejaba los recados hechos, los suelos fregados, los niños cenados y la plancha recogida. Nosotros nos sentábamos a su lado como si estuviéramos en misa, atentos al embrujo de los mil colores grises, y mi padre, cuando llegaba de trabajar, ya casi cuando se resolvía el romance entre el profesor Higgins y Audrey Hepburn, ni siquiera decía buenas noches y se sentaba a esperar el “The End” antes de ir cenar.

Como por entonces no teníamos teléfono nada podía enturbiar la paz de nuestro cine club. Todo lo demás que daban por la tele lo veía cada uno por su lado, pero cuando había una película de esas que “no había que perderse”, el salón se tornaba altar, y la vieja Philips, la diosa luminosa de nuestro credo.

La añoranza me puede, pero también sé que “My fair lady” ha envejecido mal. Le sobran minutos, personajes, números musicales... Hubiera necesitado la amputación de casi una hora. ¿Cursi, tontorrona, misógina, inverosímil...? Puede que sí. Era la época y además se trata de un musical. Peccata minuta. Ponerse las gafas del #MeToo para ver “My fair lady” es como predicar los Derechos Humanos en mitad de la batalla de Maratón. Una cosa ridícula. 

Pero eso sí: hay tres momentos musicales inolvidables. Yo, por lo menos, llevo días tarareándolos por La Pedanía, como el Loco de las Pelis que ya soy. Está la Loca de los Gatos y yo... 

Audrey Hepburn nunca estuvo más guapa que cuando se enfundó el camisón mientras cantaba “I could have dance all night”. Esa mujer -apostaría mil dólares con Juan Luis Arsuaga- no era de nuestra especie.





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El fantasma y la señora Muir

🌟🌟🌟


Mi sueño inmobiliario siempre fue comprarme una casa al borde del mar, donde reposar mis lances guerreros y entregarme a la lectura de bibliotecas enteras. Me hubiera conformado con la cuarta parte de ese caserón que la señora Muir se compró en The Fith Pino, en el Mar del Norte, pero por unas cosas o por otras nunca pudo ser. Me maniataron los enredos de la vida, y los números del banco, y las tías millonarias que nunca tuve y nunca fallecieron cuando debían.

De todos modos da igual, porque tengo por seguro que yo hubiese comprado una casa con fantasma incorporado, agazapado hasta el día de mi firma. Un fantasma dedicado en cuerpo y alma -o bueno, sólo en alma- a darme por el culo justo a las horas en las que yo iría a dormir, o a leer, como estos vecinos que me han tocado en las vacaciones, que a las dos de la mañana siguen jugando a las canicas, a la peonza, a dar portazos originales y llenos de suspense. A probar unos rodamientos que deben de haberse traído del trabajo, de la fábrica de camiones, para tenerlos bien testados al día siguiente. Estos esforzados trabajadores no son fantasmas, sino seres de carne y hueso sin civilizar, ajenos a la existencia de otros seres humanos bajo los suelos, o tras las paredes. Es decir: unos sociópatas.

Pero bueno, a lo que íbamos... A la señora Muir, en la película, sí le advierten que la casa tiene como pega un fantasma gruñón, pendenciero, el ectoplasma de un antiguo marinero que no quiere okupas en su hogar. Pero a mí, en Asturias, aun sabiéndolo de antemano, nadie iba a advertirme de nada, y a la primera noche de pesadilla, con el contrato ya firmado, hala, a joderse y a aguantarse. Sólo si el fantasma se pareciera mucho a la señora Muir aguantaría yo su ronda nocturna, su soplarme en la oreja cuando me dispusiera a leer o a convocar a Morfeo. En la película, de hecho, la señora Muir no sale espantada del caserón porque cae enamorada de su fantasma, que tiene la presencia recia y la voz profunda de Rex Harrison. Pues esa mismo, pero al revés, sería la condición de mi paciencia: vivir en el mar junto a Gene Tierney, aunque no la pudiese tocar.





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Cleopatra

🌟🌟


Cleopatra es el clásico forrado en oropel de Joseph L. Mankiewicz. La película que casi arruinó a la 20th Century Fox para habernos dejado, ay, catorce años después, sin el Halcón Milenario surcando la galaxia lejana. Jamás te lo hubiera perdonado, Joseph Carmena, o Manuela Mankiewicz. 

Cleopatra sigue siendo la first date más cara del mundo. Aquel neoliberal que un día, en Nueva York, en el restaurante Plusvalías’s, le pidió al sumiller el champán más caro del mundo para epatar a su amante, no le llega, a Cleopatra, ni al tobillo del presupuesto. En aquel set del desparrame se inició el amor volcánico entre Elizabeth Taylor y Richard Burton, de cuyo cráter manaron torrentes de alcohol, magmas de rencor que luego se enfriaban con la fuerza de la pasión. El amor de ida y vuelta más famoso del mundo, después de uno que yo tuve... Cuando Cleopatra, en la escena inmortal, se presenta ante Julio César subida en su carroza, faraónica perdida y bellísima a más no poder, Richard Burton no tiene que interpretar que algo se agita bajo su túnica de senador.

Pero Cleopatra -histórica, descomunal, excesiva- es un rollo de padre y muy señor mío. Yo la veía de niño con mi padre, precisamente, y con mi madre, supongo que en los peplums programados por Semana Santa, y entonces todo parecía la hostia de emocionante y original. Pero ahora, aunque le he puesto mucho empeño, ya no hay quien la aguante. Es larga y discursiva, acartonada y tontorrona. Hay planos de gran belleza, por supuesto, porque el presupuesto a veces aflora, y Elizabeth Taylor a veces enseña más piel que vestimenta -y a veces, incluso, para pasmo del censor, toda la piel salvo la que el Señor oscureció con melanina para santificarla.

Así que mientras el rollo de los triunviratos se desgrana, yo, de pronto, me descubro haciendo paralelismos entre la Cleopatra de Egipto y la Ayuso de Madrid: dos mujeres guapetonas, bajitas, decididas, megalómanas y tozudas, que consideran que sus respectivas ciudades -Alejandría y Madrid- son el centro del mundo y el faro de la civilización. Dos arpías de mucho cuidado, que te embelesan con la mirada y te traicionan con su chulería. Primero mi coño, y luego ya veremos.

 Da igual... Dentro de unos siglos habrá caído la melancolía de Ozymandias sobre las dos. Sobre todos nosotros.



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