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El fantasma y la señora Muir

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Mi sueño inmobiliario siempre fue comprarme una casa al borde del mar, donde reposar mis lances guerreros y entregarme a la lectura de bibliotecas enteras. Me hubiera conformado con la cuarta parte de ese caserón que la señora Muir se compró en The Fith Pino, en el Mar del Norte, pero por unas cosas o por otras nunca pudo ser. Me maniataron los enredos de la vida, y los números del banco, y las tías millonarias que nunca tuve y nunca fallecieron cuando debían.

De todos modos da igual, porque tengo por seguro que yo hubiese comprado una casa con fantasma incorporado, agazapado hasta el día de mi firma. Un fantasma dedicado en cuerpo y alma -o bueno, sólo en alma- a darme por el culo justo a las horas en las que yo iría a dormir, o a leer, como estos vecinos que me han tocado en las vacaciones, que a las dos de la mañana siguen jugando a las canicas, a la peonza, a dar portazos originales y llenos de suspense. A probar unos rodamientos que deben de haberse traído del trabajo, de la fábrica de camiones, para tenerlos bien testados al día siguiente. Estos esforzados trabajadores no son fantasmas, sino seres de carne y hueso sin civilizar, ajenos a la existencia de otros seres humanos bajo los suelos, o tras las paredes. Es decir: unos sociópatas.

Pero bueno, a lo que íbamos... A la señora Muir, en la película, sí le advierten que la casa tiene como pega un fantasma gruñón, pendenciero, el ectoplasma de un antiguo marinero que no quiere okupas en su hogar. Pero a mí, en Asturias, aun sabiéndolo de antemano, nadie iba a advertirme de nada, y a la primera noche de pesadilla, con el contrato ya firmado, hala, a joderse y a aguantarse. Sólo si el fantasma se pareciera mucho a la señora Muir aguantaría yo su ronda nocturna, su soplarme en la oreja cuando me dispusiera a leer o a convocar a Morfeo. En la película, de hecho, la señora Muir no sale espantada del caserón porque cae enamorada de su fantasma, que tiene la presencia recia y la voz profunda de Rex Harrison. Pues esa mismo, pero al revés, sería la condición de mi paciencia: vivir en el mar junto a Gene Tierney, aunque no la pudiese tocar.





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Sinuhé, el egipcio

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El que esté libre de haber tropezado con una piedra llamada Nefernefernefer que tire eso, la primera piedra. Todos somos Sinuhé el egipcio. Je suis Sinuhé. Tendré que poner una bandera de Egipto en la foto de perfil -así, de trasfondo desvaído- para declarar mi solidaridad con el pobre trepanador enamorado. Pero no caigamos en el victimismo. Al otro lado del espejo, en el reverso femenino de la blogosfera, están las mujeres que se quejan de tropezar con cabronazos con pintas en el lomo, que según mi abuela eran los peores del ecosistema. Si la bella Nefer, por ser triplemente hermosa y malvada, era apodada Nefernefernefer, ¿cómo se dirá, me pregunto, cabronazo-cabronazo-cabronazo en egipcio antiguo? ¿Cómo se dibujará su nombre, en los hieráticos jeroglíficos?

Qué le vamos a hacer... La selva del amor es así, plagada de peligros, y el que no ha sido mordido por una serpiente ha sido golpeado por un simio desbocado. La gracia está en levantarse, en olvidar, en seguir hacia delante, buscando el amor verdadero, que los gurús de la autoayuda siempre anuncian muy próximo, a punto de caer, lo que produce mucha desconfianza en el usuario. Como le pasó al propio Sinuhé, que luego conoció a dos mujeres maravillosas que en parte le redimieron, aunque sus tiempos eran tan salvajes, y tan faltos de penicilina, que ambas se fueron antes de tiempo, cuando el amor ya parecía que sí, que echaba raíces. Ya al principio del relato, Sinuhé explica que el significado de su nombre es “el que está solo”. Y solo se queda, efectivamente, en cumplimiento de la profecía. Me pregunto qué cojones querrá decir Álvaro en germánico primigenio, mientras miro el paisaje tras la ventana.

La novela de Mika Waltari es una obra maestra. La he releído estas mismas navidades. No ha perdido ni un ápice de su cinismo. El mundo sigue como estaba, y Sinuhé, viajado en el tiempo, podría llegar más o menos a las mismas conclusiones. En la película, por añadidura, salen actrices hermosísimas, del Hollywood clásico e irrecuperable, y aun así, todo es mortalmente aburrido, ridículo en ocasiones, como era de esperar en un peplum de cartón-piedra. Como la película está dirigida por Michael Curtiz, uno espera que en algún momento, para animar el cotarro, aparezca Humphrey Bogart regentando una taberna donde se toque el arpa y se practique el juego ilegal. El Amenofis’s Café, quizá. Pero no.



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Laura

 

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En el acto mismo de la concepción está simbolizado el quehacer principal de la humanidad. Del mismo modo que los espermatozoides se arremolinan alrededor del óvulo pero sólo uno consigue penetrar la membrana, los hombres, ya más creciditos, se arremolinan ante las mujeres más codiciadas pero sólo uno logra acceder desnudo a su alcoba. Y penetrarla. Luego hay complicaciones muy interesantes, claro, juegos numéricos de mucho retozar, pero no vienen al caso porque complican la ecuación, pertenecen a minorías ilustradas y además me estropean el discurso que ya traía preparado.



    En el acto de la reproducción está la metáfora misma del deseo de reproducirse, o de hacer que uno se reproduce. Hombres que se afanan, y mujeres que conceden. Y poco más, es la vida: un cortejo mejor o peor disimulado, más o menos insistente, y señoritas que seleccionan con el dedo al ganador. Como en Los Inmortales, que al final sólo quedaba un fulano en pie. Cortejar y dejarse cortejar: eso es lo sustancial, y lo otro sólo es pasatiempo y literatura. Hay quien se lo toma con humor, gente que lo convierte en tragedia, y poetastros, incluso, que niegan la mayor y dicen que la vida es la unión mística con Dios o con las energías del universo. Pues bueno… Los hay, también, que convierten este hecho indudable en obras maestras del cine. No porque sean películas redondas en realidad, sino porque dan con el meollo de la cuestión, y salvada la vigilancia de la censura no se andan con gilipolleces. Laura, por ejemplo, es una película inmortal porque cuenta la historia de tres hombres que quieren acostarse con Gene Tierney y no dejan de hacer el ridículo en el empeño. (Pero quién, ay, enfrentado a su belleza mareante, no caería en ese pozo, en esa disputa, en ese sueño que alimentaría ciento y una masturbaciones desoladas).

    Laura es cine clásico, cine negro. Cine viejuno pero reconfortante. Va de un detective y de una mujer asesinada, pero en realidad es un pre-make de Algo pasa con Mary, que era la historia descacharrante de varios merluzos enamorados de Cameron Díaz, todos a la vez. La vida...

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