El fantasma y la señora Muir

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Mi sueño inmobiliario siempre fue comprarme una casa al borde del mar, donde reposar mis lances guerreros y entregarme a la lectura de bibliotecas enteras. Me hubiera conformado con la cuarta parte de ese caserón que la señora Muir se compró en The Fith Pino, en el Mar del Norte, pero por unas cosas o por otras nunca pudo ser. Me maniataron los enredos de la vida, y los números del banco, y las tías millonarias que nunca tuve y nunca fallecieron cuando debían.

De todos modos da igual, porque tengo por seguro que yo hubiese comprado una casa con fantasma incorporado, agazapado hasta el día de mi firma. Un fantasma dedicado en cuerpo y alma -o bueno, sólo en alma- a darme por el culo justo a las horas en las que yo iría a dormir, o a leer, como estos vecinos que me han tocado en las vacaciones, que a las dos de la mañana siguen jugando a las canicas, a la peonza, a dar portazos originales y llenos de suspense. A probar unos rodamientos que deben de haberse traído del trabajo, de la fábrica de camiones, para tenerlos bien testados al día siguiente. Estos esforzados trabajadores no son fantasmas, sino seres de carne y hueso sin civilizar, ajenos a la existencia de otros seres humanos bajo los suelos, o tras las paredes. Es decir: unos sociópatas.

Pero bueno, a lo que íbamos... A la señora Muir, en la película, sí le advierten que la casa tiene como pega un fantasma gruñón, pendenciero, el ectoplasma de un antiguo marinero que no quiere okupas en su hogar. Pero a mí, en Asturias, aun sabiéndolo de antemano, nadie iba a advertirme de nada, y a la primera noche de pesadilla, con el contrato ya firmado, hala, a joderse y a aguantarse. Sólo si el fantasma se pareciera mucho a la señora Muir aguantaría yo su ronda nocturna, su soplarme en la oreja cuando me dispusiera a leer o a convocar a Morfeo. En la película, de hecho, la señora Muir no sale espantada del caserón porque cae enamorada de su fantasma, que tiene la presencia recia y la voz profunda de Rex Harrison. Pues esa mismo, pero al revés, sería la condición de mi paciencia: vivir en el mar junto a Gene Tierney, aunque no la pudiese tocar.