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La hija de Ryan

🌟🌟🌟


En mi cinefilia hay lagunas imperdonables y achaques de la memoria. Redundancias idiotas y páramos sin cultivar. Es por eso que hace tres semanas, en Irlanda, al pasar el autocar por la playa de Inch, yo iba pensando en las musarañas cuando una pareja de ancianos catalanes que se sentaban a mi lado -y que sabían, por conversaciones previas, de mi enfermiza cinefilia- me señalaron la playa y me dijeron:

- Ahí se rodó “La hija de Ryan”. Preciosa película. Qué recuerdos... Pero bueno: nos imaginamos que ya lo sabías.

Estuve a punto de mentirles pero al final les confesé que hacía muchos años que no veía “La hija de Ryan” y que sus imágenes se me habían borrado de la memoria. No quise añadir que en mi recuerdo la película era un ladrillo de muy mala digestión... A otros les hubiera mentido -a una mujer en edad de merecer, a un soplapollas, a cualquiera que me hubiera apuntado el dato con un retintín de sabihondo- pero a ellos no. El día anterior yo les había dado la turra con los parajes cinematográficos de Connemara y ellos admitieron sin dobleces su ignorancia. Noblesa entre cavallers.

Al regresar al desierto de España lo primero que hice fue descargar “La hija de Ryan” de las alforjas de la mula. Encontré una versión de casi nueve gigas, subtitulada, de una belleza preservada. Y más de tres horas de metraje... Un tostón de campeonato, como me temía, más allá de cuatro escenas donde Sarah Miles no queda claro si es mujer nacida de otra mujer o un ángel del cielo que se perdió en una tormenta sobre Irlanda. 

“La hija de Ryan” pertenece a un tiempo perdido de salas de cine con mil butacas y ambigús para entretener el intermedio. Más de medio siglo después se ha convertido en una antigualla. Pero en ella he encontrado el lugar donde quisiera retirarme -ya mismo, si tuviera los dineros- y morirme en paz alejado de los hombres. Y de todas las mujeres menos una. Es la casita del maestro Shaughnessy, en la península de Dingle, frente al océano desencadenado. La construyeron para la película y hoy en día es una ruina. Creo que pertenece a la familia del otro Ryan, el de Ryanair, y que andan en pleitos con el condado para restaurarla. El paraíso maltrecho.





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El sirviente

🌟🌟🌟🌟


Ya apenas se habla de la lucha de clases. Sólo en tertulias de bar, y en mesas apartadas, como conciliábulos decimonónicos. El fantasma que recorría Europa ahora está de vacaciones en Copacabana, con el recuerdo del Dioni, y dicen que va a tardar mucho en volver; y que a lo peor ni regresa. Hemos retrocedido siglo y medio en los calendarios. La barba de Marx y la gorra de Lenin, lejos de ser antiguallas, empiezan a ponerse otra vez de moda, en la marcha atrás de los relojes. Dentro de poco llegaremos al peluquín y al lunar postizo en la mejilla....

Los ricos modernos, como ya no pueden enviarnos a las guerras de trincheras, ahora nos dividen entre catalanes y españoles, o entre hombres y mujeres, para que nos sigamos peleando entre nosotros, y nos tienen todo el día disparándonos discursos ofendidos, y recciones furibundas: fuego amigo que esparce la derrota entre las barricadas. Mientras tanto, ellos, de nuevo triunfantes, siguen afanando y viviendo como reyes exiliados, o como burgueses en su palacio. El truco es muy viejo, pero funciona.

Así que estoy pensando, después de ver “El sirviente”, hacerme un ciclo peliculero sobre la lucha de clases, Espartaco, o Novecento, clásicos así, antes de que estas películas que llaman a la revolución, o al menos a la protesta, a la tocadura de cojones, queden prohibidas por decreto-ley, por filocomunistas, o filoetarras. La más reciente, sin duda, sería Parásitos, que pasó todas las censuras capitalistas porque al final aquello era una ensalada gore y el mensaje quedaba diluido en el jeto indescifrable de los coreanos.

Hoy me he dado cuenta de que Parásitos y El sirviente cuentan exactamente la misma historia, una con más personajes y otra con menos, pero, en esencia, la misma venganza planificada de los criados. La usurpación de la mansión en nombre del pueblo. La reivindicación de la igualdad epicúrea y estropajil entre los hombres. Ni siervos ni esclavos, sino comunas de consumidores que luego habrán de limpiarlo todo por turnos, o a la vez, armados con el Fairy.



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