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El puente sobre el río Kwai

🌟🌟🌟🌟 


Antes de encontrar su retiro definitivo en los desiertos de Tatooine, Obi Wan Kenobi pasó por el planeta Tierra para participar en las otras guerras de nuestra galaxia. 

En el frente asiático de la II Guerra Mundial, Obi Wan adoptó el nombre de coronel Nicholson y se puso al servicio de Su Majestad del rey de Inglaterra. Obi Wan no podía ir con los nazis porque sus uniformes se parecían demasiado a los uniformes del Imperio Galáctico. Ni tampoco con los japoneses, porque los cascos rituales de los samuráis le traían a la memoria el casco respiratorio de Anakyn Skywalker, su más querido y perdido alumno, al que prefería desterrar de su recuerdo. 

Eso que el coronel Nicholson lleva durante toda la película no es un bastón de mando, sino la espada láser camuflada. No puede usarla para pelear porque daría demasiado el cante y alertaría a los seres humanos de su procedencia cuasi mágica y extraterrestre. Pero tenerla entre sus manos le confiere seguridad en sí mimo y le reafirma en sus valores innegociables de caballero Jedi. Es por eso que el coronel Nicholson se muestra tan cabezota durante toda la película, imperturbable ante las amenazas del coronel Saito o ante las sugerencias de sus compañeros en la oficialidad. Ellos, por supuesto, no saben que el reino del coronel Nicholson no pertenece a este mundo, y que él no le teme a las balas no porque sea un valiente, o un inconsciente, sino porque las balas solo atravesarían su carne mundana para pasar a un estado espiritual que lo haría todavía más poderoso.

Esa es la razón de que al coronel Nicholson no le haga ni puta gracia aquel famoso chiste de Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”. El coronel Nicholson posee unos principios tallados en mármol, y cuando se pone a la tarea, se pone, y lo mismo le da que el puente sobre el río Kwai obre a favor del esfuerzo de guerra japonés. Para Obi Wan lo primero es la disciplina de la tropa, y el orgullo del trabajo bien hecho. El bien por el bien, como le enseñó su maestro Qui-Gon Jinn. 

(Al final de la película parece que el coronel Nicholson muere, pero no es verdad. Solo es un truco de Jedi).





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Lawrence de Arabia

 🌟🌟🌟🌟


Dicen que la elipsis más famosa de la historia del cine es la del hueso lanzado al aire que se transforma en la nave espacial de “2001”. Puede ser. Pero cuando Lawrence enciende una cerilla en El Cairo y de pronto se enciende el sol en el desierto -y qué sol, además, esa mezcla psicodélica entre el naranja y el amarillo- también te quedas turulato en el sofá. Han pasado 61 años y el efecto sigue tan fresco de puro caluroso. 

Yo vi una vez “Lawrence de Arabia” en pantalla grande -creo que cuando estrenaron la copia restaurada- y me pareció que los años no habían pasado por ella. Ahora, veinte años después, hay cosas que me chirrían un poco, pero son peccata minuta en comparación con los grandes momentos: lo de la cerilla, y la toma de Aqaba en una bahía de Almería; Lawrence danzando encima de los vagones y el espejismo que se convierte en Omar Sharif cabalgando por las arenas. Y sobre todo: ese Consejo Nacional Árabe que al final de la película, tras la toma de Damasco, es incapaz de ponerse de acuerdo porque una tribu controla el agua y no la cede, y otra los generadores de energía y lo mismo que te digo, y es como ver a la izquierda española tratando de sumarse al proyecto de "Suma". 

Yolanda Díaz, por cierto, tiene una nariz muy propia de los arábigos.

Mi cinefilia es esta memoria pedante, y también este vicio cotidiano. Pero también es un álbum de recuerdos: unas fotografías más queridas que las de la propia biografía, porque estas últimas caducan, con el tiempo se vuelven dolorosas o intrascendentes, y a veces toca hacer limpieza en los almacenes. mientras que Lawrence cabalga por las dunas del desierto como cabalgará siempre por las circunvoluciones de mi cerebro.

Solo cuando aparece Obi-Wan Kenobi disfrazado de príncipe Faisal se me cae un poco el tinglado de la jaima. Yo sé que ese hombre es sir Alec Guinness, y que lo ficharon porque era un actor muy querido por David Lean, pero yo, que descubrí “Lawrence de Arabia” mucho después de “La guerra de las galaxias”, no puedo evitar que los desiertos se me enreden. A veces pienso que estamos en Tatooine y que los moradores de las arenas van a sumarse a la rebelión contra los turcos. 





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Breve encuentro

🌟🌟🌟🌟


El personaje de Laura pronuncia un pensamiento terrible después de llamar a casa para decir que llegará tarde, que se ha enredado con una amiga, cuando en realidad está consumando un adulterio no consumado con el médico Alec, el hombre de quien está enamorada hasta las trancas pero a quien nunca llegará a ofrecer su cuerpo por aquello del temor de Dios y del prurito moral.

-  Es tan fácil mentir cuando sabes que confían en ti... Tan fácil y tan degradante...

Tras colgar el teléfono le invade una vergüenza de sí misma que casi la derriba. Después de todo, su marido es un hombre atento y jovial que no se merece esta traición del corazón; este enamoramiento que nació de una mota de polvo y se convirtió en una montaña que ya le pesa sobre los hombros. Porque el adulterio, además de un doble esfuerzo sexual -cuando se produce-, también exige un redoble neuronal que es la mentira sostenida. Y no todo el mundo está preparado para eso. Para jugar con dos barajas hay que saber mentir bien y no dejar que la moral introduzca balbuceos en el discurso, o dudas en el obrar. 

Mentir -como se dice Laura a sí misma- no es tan fácil. Puedes engañar una vez a los crédulos, a los que confían en ti; pero varias veces, si no llevas el engaño en la sangre, es imposible. Y Laura, aunque lo intenta, no puede. Ella no es así. Ni siquiera el amor que siente por Alec será capaz de transformarla en un diablillo que por las noches se acuesta con su marido y por las mañanas se encama con su amante. Hay que valer para eso. Y ducharse mucho, y con fruición. Hay que tener mucha coraza, o mucha cara. O estar perdidamente enamorada, irremediablemente enamorada, y quizá el amor de Laura por Alec, a pesar de la poesía y de los suspiros, no alcanza tales arrebatos.

La moraleja, supongo, es que a veces el adulterio no se produce por falta de deseo, sino por falta de capacidad. Muchos que presumen de monógamos incorruptibles en realidad es que no sabrían mantener dos vidas paralelas. Hacer de una incapacidad una virtud es un viejo truco de los moralistas.





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