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Lo que queda del día

🌟🌟🌟🌟🌟

"Lo que queda del día" es una obra maestra que siempre me jode el día cuando la veo. Supongo que me puede más la belleza que el desasosiego; el masoquismo de lo artístico que la paz de los insensibles.

No llego al llanto porque soy un machote ibérico y ridículo, pero siempre me pica la garganta cuando el señor Stevens, en la escena crucial, sorprendido en la lectura como si estuviera desnudo bajo la ducha, no le confiesa a la señorita Kenton que la ama. El mayordomo Stevens tardará veinte años en reunir otra vez el coraje, la gallardía, casi la honestidad, de confesarle sus sentimientos. Pero entonces ya será demasiado tarde y el destino se tomará su justa venganza. Es muy verdadero eso de que los trenes -los decisivos, los de larga distancia, no los cercanías ni los regionales- solo pasan una vez por la vida.

Cuando se cruza con Emma Thompson por los pasillos de Darlington Hall, Stevens finge ser medio autista o medio eunuco, quizá un asexual de esos ya tan raros por el mundo. Pero su trato distante sólo es un muro de defensa para no alimentar falsas esperanzas. Por la noche él la imagina desnuda para conciliar el sueño, y luego, por la mañana, se entrega al trabajo compulsivo para sublimar los instintos testiculares. Lo suyo no es dedicación, sino el abc del psicoanálisis.

El señor Stevens balbucea en el momento clave de la película. Se pone nervioso, cambia de tema, se balancea peligrosamente en la punta de su lengua, como un saltador de trampolín asustado. He visto la película seis o siete veces y siempre pienso que está a punto de arrancarse. Que le va a decir “te amo” aunque sea tartamudeando y con las tripas cocinando una cagalera. Un “te amo” que cambiaría su vida para siempre... Pero al final, como hacía yo en el instituto, como sigo haciendo todavía de mayor, Stevens se traga las palabras decisivas porque piensa que va llevarse un hostión definitivo, de los de no morirte del todo, que son los peores de todos. 

Stevens prefiere imaginar universos alternativos, inventarse excusas, refugiarse en la autocompasión. El señor Stevens ha decidido que es mejor vivir con la duda y vagar como un prefantasma por la mansión de los fantasmas.





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El sirviente

🌟🌟🌟🌟


Ya apenas se habla de la lucha de clases. Sólo en tertulias de bar, y en mesas apartadas, como conciliábulos decimonónicos. El fantasma que recorría Europa ahora está de vacaciones en Copacabana, con el recuerdo del Dioni, y dicen que va a tardar mucho en volver; y que a lo peor ni regresa. Hemos retrocedido siglo y medio en los calendarios. La barba de Marx y la gorra de Lenin, lejos de ser antiguallas, empiezan a ponerse otra vez de moda, en la marcha atrás de los relojes. Dentro de poco llegaremos al peluquín y al lunar postizo en la mejilla....

Los ricos modernos, como ya no pueden enviarnos a las guerras de trincheras, ahora nos dividen entre catalanes y españoles, o entre hombres y mujeres, para que nos sigamos peleando entre nosotros, y nos tienen todo el día disparándonos discursos ofendidos, y recciones furibundas: fuego amigo que esparce la derrota entre las barricadas. Mientras tanto, ellos, de nuevo triunfantes, siguen afanando y viviendo como reyes exiliados, o como burgueses en su palacio. El truco es muy viejo, pero funciona.

Así que estoy pensando, después de ver “El sirviente”, hacerme un ciclo peliculero sobre la lucha de clases, Espartaco, o Novecento, clásicos así, antes de que estas películas que llaman a la revolución, o al menos a la protesta, a la tocadura de cojones, queden prohibidas por decreto-ley, por filocomunistas, o filoetarras. La más reciente, sin duda, sería Parásitos, que pasó todas las censuras capitalistas porque al final aquello era una ensalada gore y el mensaje quedaba diluido en el jeto indescifrable de los coreanos.

Hoy me he dado cuenta de que Parásitos y El sirviente cuentan exactamente la misma historia, una con más personajes y otra con menos, pero, en esencia, la misma venganza planificada de los criados. La usurpación de la mansión en nombre del pueblo. La reivindicación de la igualdad epicúrea y estropajil entre los hombres. Ni siervos ni esclavos, sino comunas de consumidores que luego habrán de limpiarlo todo por turnos, o a la vez, armados con el Fairy.



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La casa Rusia

🌟🌟

A un hombre que a los sesenta años, después de recorrer mundo y de vivir muchas aventuras, decide afincarse en Lisboa para entregarse a la saudade, no se le puede confiar una misión tan delicada como ésta de la La casa Rusia. Una incursión en la Unión Soviética casi al estilo de James Bond redivivo, con magnetófonos de Mortadelo y Filemón en la cintura y tintas invisibles para escribir en documentos muy secretos. Y una chica Bond, aunque más modosita y bajita de lo habitual, que le haría perder el sentío a cualquiera, incluso a los pitopaúsicos que ya se han librado del deseo, y viven tan tranquilamente la jubilación de las conquistas. 

    Barley, el editor de libros, el personaje de Sean Connery, ya no está para estos trotes. Él estaba a la melancolía, al vino en la tasca, al atardecer sobre la desembocadura en el río Tajo. Un poco a la vida que llevaba Fernando Pessoa por aquellas calles, o cualquiera de sus heterónimos. El librito, la buena música, el apartamento con vistas al mar, para ver llegar los barcos... Quizá algún romance otoñal para apagar las últimas brasas que caldean. Poco más. Lisboa está justo a medio camino de los rusos y de los americanos, en tierra de nadie, seguramente fuera del alcance de cualquier misil balístico. En el punto ciego donde se habla portugués y se come el bacalao, que es una combinación perfecta para adormecer el alma y entregarse a la vida muy reposada.

  Yo creo que se equivoca mucho el disidente ruso que le confía los planos de la Estrella de la Muerte. Al señor Barley, británico de nacimiento y ruso de simpatías, le importa un carajo quién lleva la delantera armamentística o moral en la Guerra Fría. Se la sopla. Y más cuando conoce a Michelle Pfeiffer haciendo de eslava, porque entonces ya se pasa las ojivas por el ojete, y decide tirar por la calle de en medio y no dejar a nadie contento en aras del amor. Barley en el fondo es un cínico, un descreído. La sonrisa socarrona le delata. Él es un tipo leído, viajado, que ha estado varias veces en Rusia y ha conocido sus miserias y sus chapuzas. Sabe de sobra que el país no va a resistir mucho tiempo. Los americanos cultivan dólares en unos árboles ubérrimos que crecen cerca de Alabama, y a los rusos, por contra, se les congelan las cosechas en ese frío cabrón de las estepas. Es una guerra perdida de antemano.

    La casa Rusia es una película que no se entiende muy bien porque en realidad su personaje central es un tipo fuera de lugar, perdido en la Perspectiva Nevski por mucho que Connery le ponga el porte, y la distinción, y alguna frase para apuntar en el cuadernillo del hombre de poca vida.



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