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Starlet

🌟🌟🌟


Leticia Dolera no gana para disgustos con las películas de Sean Baker. Si “Anora”, en su opinión, era una campaña de captación de prostitutas, “Starlet” solo puede ser propaganda de captación de actrices  pornográficas. El caso es tentar a nuestras hijas con oficios donde se gana dinero a cambio de desnudarse y de dejarse follar por un maromo con tatuajes. 

Para esta Leticia de la realeza combativa, Sean Baker va de cineasta comprometido cuando en realidad es casi -casi- un corruptor de menores. Pudiendo ser abogadas, o ingenieras, o incluso astronautas como nuestra Sara de León, Sean Baker, al que deberían pedir explicaciones en sede parlamentaria, o al menos gravar con aranceles sus películas indecentes, parece empeñado en proponerles que lo tiren todo por la borda y que se dediquen a complacer nuestros deseos sexuales como hacían nuestras madres menos preparadas, o nuestras abuelas incautadas por los pueblos, pero cobrando dinero, eso sí, para darle un toque de modernidad a la sumisión.

A Leticia Dolera debe de joderle mucho que a Jane, la protagonista de “Starlet”, no le parta la cara ningún chulo de la industria pornográfica. Que la traten con respeto en los rodajes y que le paguen dólar por dólar lo que viene estipulado en su contrato. Leticia Dolera debió de gritar barbaridades cuando Jane, en una escena de la película, le explica a su vecina que le gusta su trabajo y que de momento, con 21 años, sin estudios que la avalen y con poca suerte en los castings de Hollywood, prefiere aprovechar esa belleza que Dios le ha regalado hasta ver cómo evolucionan las nubes del futuro.

A Leticia Dolera le cuesta entender que Sean Baker simplemente mete su cámara -perdón por la expresión- en los territorios ambiguos donde actrices como Jane, o prostitutas como Anora, protagonizan cuentos muy tristes de princesas de arrabal venidas a menos. Sus vidas son muy jodidas pero al menos, en estos casos, las protagonizan por su propia voluntad. ¿Un sector minoritario? Seguro que sí. De mostrar realidades abusivas ya se encargan otros cineastas y también se lo agradecemos.





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Tangerine

🌟🌟🌟


Sean Baker es un cineasta del neorrealismo. Los personajes de "Tangerine", por ejemplo, no roban bicicletas ni trapichean con cartillas de racionamiento, pero sí se prostituyen por las aceras o conducen taxis por barrios muy sucios y peligrosos. En las clases desheredadas cada uno se apaña como puede.

El neorrealismo de Sean Baker no es italiano, sino de Los Ángeles, pero también da para mucho porque Los Ángeles, en sus películas, parece casi tan grande como Italia. Una ciudad tan eterna como Roma pero en un sentido geográfico y no precisamente espiritual. 

Los Ángeles parece un infierno de calles rectilíneas que nunca desembocan en una glorieta o en una rotonda que rompa la monotonía. Parecen llegar hasta el infinito transitando por barrios cada vez más marginales y cada vez más alejados de Dios Nuestro Señor. Y es justo ahí, en esas periferias insondables, donde Baker ha encontrado su mundo particular. La otra América sin vaqueros ni superhéroes, ni cómicos de Nueva York

Sean Baker, por fortuna, no es un moralista ni un misionero. No es un cura insufrible ni un plasta modernito. Él planta la cámara y se limita a mostrar el paisaje y el paisanaje. Y el cielo del atardecer, que en "Tangerine" es de color naranja y le da a las escenas un tono de infierno desvaído y algo compasivo: un lugar donde Dios aprieta pero no ahoga a esos pecadores que después de todo son hijos suyos y sólo buscan un puñado de dólares y unas sobras de cariño. 

Si no fuera por el color y por el montaje, Baker podría ser el tataranieto cineasta de los hermanos Lumière, que plantaban el trípode, le daban a la manivela y dejaban que los espectadores -incluida Leticia Dolera- juzgaran por ellos mismos las cosas más o menos chocantes que contemplaban. "Tangerine" también se podría haber titulado “Llegada de las prostitutas transexuales a la parada del autobús”, o “Taxista armenio buscando pollas que chupar”: cosas así, descriptivas al estilo de los Lumière, quizá provocativas pero reales como la vida misma, 




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Red Rocket

🌟🌟🌟🌟


Ayer por la mañana, mientras recorría el valle montado en bicicleta -y muy consciente del acolchamiento genital que me protege del sillín- me dio por pensar qué pseudónimo habría usado yo si de joven, en el esplendor en la hierba, pero con un desnudo más presentable que éste que Dios me dio, me hubiera metido a actor porno para ganarme la vida hasta sacarme la oposición o ser contratado por los curas en el mismo colegio de mi infancia (si es que nadie, ni seglar ni sacerdote, me reconocía al saludarme).

El protagonista de “Red Rocket” es conocido en su mundillo con el sobrenombre de Mickey Saber, que quiere decir que el tío la tiene tan larga como un sable y que resiste con ella, sin apenas mella, y con un mínimo de cuidados, mil combates gozosos contra la carne. La verdad es que el tío te deja pasmado cuando en una escena echa a correr desnudo y más parece un ente tripódico venido del espacio que un ser humano bendecido con los genes de la genitalia. 

Y aunque en rigor no es mejor por ser mayor o menor -como cantaba Javier Krahe-, a ningún tonto le amarga un dulce y a ningún hombre le desagrada un regalo de la naturaleza. Ya no es el rendimiento, jolín, sino el fardar, y la seguridad que te confiere. Con un arma así, escondida en la recámara, las mujeres tienen que notar algo distinto en tu mirada, una audacia poco común y seductora. 

No voy a poner aquí, desde luego, las cien ocurrencias que me vinieron sobre la bici: unas por marranas, otras por idiotas, y otras porque me quedaron la mar de presuntuosas. Lo importante es que durante unos kilómetros anduve entretenido con la tontería y no pensé ni en el calor ni el fatiga. 

Luego, mientras me tomaba un café reparador en el pueblo de Casadiós, quise buscar una reflexión profunda sobre “Red Rocket” y sobre el cine de Sean Baker en general. Pero no la encontré. Este diario tampoco va de eso. Aquí todo es análisis superficial y tontorrón. Las grandes cuestiones morales de nuestro tiempo -¿es lícito ver porno, hacer porno, banalizar con el porno?- se las dejo a Leticia Dolera y a otras madres de la Iglesia que ahora mismo se preocupan por nuestra alma. 





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The Florida Project

🌟🌟🌟🌟

Para que Disney World -o cualquier otro paraíso artificial- funcione y salga rentable tiene que haber gente que limpie los retretes por cuatro duros y además sonría agradecida. Lo otro sería comunismo o Estado del Bienestar. Un anatema. El turismo que todos disfrutamos se sostiene sobre la precariedad y la mordaza. 


“The Florida Project” está rodada justo al lado de Disney World, pero la cámara se las apaña para que los cuentos de hadas y los castillos de ensueño nunca aparezcan en el horizonte hasta que llega la última escena. Sólo alguna vez, cada mucho tiempo, Cenicienta se permite el lujo de convertirse en damisela y pasear por su propio castillo. Y experimentar, por una noche, la bonita sensación de ser servido y no tener que servir.

En un edificio residencial que no llega a ser de mala muerte -pero que tampoco es, desde luego, de buena vida- residen varias mujeres maltratadas por la vida. Todavía son jóvenes y resueltas, pero llevan tantas cornadas en el alma como tatuajes en el cuerpo. Para comer, y para que sus hijos coman, ellas se desloman, o trafican, o se prostituyen. Es neorrealismo americano del siglo XXI. Sin embargo, para Leticia Dolera, “The Florida Project”, como “Anora”, seguramente es  otra campaña de Sean Baker para reclutar prostitutas vocacionales. Ay, Leticia...

Mientras estas mujeres del lumpen se drogan en sus apartamentos o se amorran a la tele para olvidar tanta penuria, sus hijos e hijas, libres como conejos, en el tiempo infinito de las vacaciones de verano, corretean por la periferia de Disney World sableando al turista o haciendo gamberradas. Son demasiado pequeños para tener conciencia de que están viviendo en el bando de los perdedores. De niño uno no sabe nada sobre las clases sociales. Mientras haya helados y juguetes de plástico todo va bien y nadie se rebela. La infancia es un paraíso tan feliz e ilusorio como ese complejo de Disney World que se levanta apenas a dos kilómetros de la marginalidad.  




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Anora

🌟🌟🌟🌟🌟


¿Se hubiera enamorado Anora de Iván si éste, en vez de ser el hijo de un multimillonario ruso, hubiera sido un pescadero de Brooklyn que celebraba una despedida de soltero? Hablo, por supuesto, del mismo Iván absolutamente idiota e infantil. Pero siendo pescadero, ya digo, de pocos posibles, o estudiante de Filosofía, o aprendiz de mecánico en un taller de chapa y pintura. 

Del mismo modo, ¿se hubiera enamorado Iván de Anora si ella hubiera sido menos guapa y se hubiera comportado en la cama como una lechuga recién sacada del frigorífico?  Son preguntas que me hago... Pero no voy a soltar otra vez el rollo evolutivo. Quizá he leído demasiados libros o he leído los libros equivocados. 

Anora se siente engañada y tiene toda la razón. Llora porque se sabe utilizada por un imbécil que la confundió con una muñeca hinchable, o con un capricho de fin de semana. Cosificada, que dicen ahora. Iván, por su parte, cuando crezca, vivirá con la eterna duda de si las mujeres le quieren por ser como es o si es porque olfatean los rublos incontables en su cartera. 

Si los espectadores estamos con Anora es porque percibimos en ella un atisbo del ideal romántico. Porque intuimos que dentro de su cabeza se proyecta una película clásica, en la película menos clásica que te puedas imaginar. En Anora perviven restos del amor soñado que nos enseñaron de pequeños. Anora es humana. Anora es una de los nuestros. 

La película es una adaptación del cuento de Cenicienta al mundo ultraliberal donde los príncipes ya no gobiernan desde sus castillos. O sí, pero sólo para rubricar las leyes que les dan a firmar los ministros de la burguesía. Ahora los que mandan son los de la pasta gansa, no los aristócratas arruinados, y los de la pasta gansa, después de medianoche, te pagan lo convenido y ya no mandan criados al día siguiente para buscarte con el zapato encontrado sobre un cojín. 

Los príncipes azules ya no existen. Sólo quedaba uno y se lo llevó la señorita Ortiz, tan avispada ella, seguramente muy enamorada de la personalidad ejemplar de los Borbones. Lo mismo que él, “el Preparao”, que viendo el telediario de La 1 no dejaba de admirar la dicción perfecta de aquella presentadora tan resolutiva. 





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Misión Imposible: Nación Secreta

🌟🌟🌟🌟

(Esta crítica fue escrita en septiembre de 2018. Tras el nuevo visionado me he limitado a retocarla. Todos sus protagonistas -salvo Tom Cruise- tenemos cinco años más en el carnet y alguno más en el resabio). 

El dios de la lluvia desciende sobre Invernalia. Y trae consigo, además, un electromagnetismo que interfiere de mal modo con las ondas del wifi. Es por eso que el chaval ha abandonado su refugio de zombi para bajar a este reino de los vivos, donde los videojuegos se tornan películas y los asientos se vuelven dobles y compartidos. En el piso de abajo, si se jode la señal de la parabólica o se va la conexión con el router, siempre queda la opción del DVD y de los discos duros, como en los tiempos antiguos donde no existía internet y vivíamos casi talmente como los cromañones.

Aburridos del aburrimiento, el retoño y yo nos hemos puesto de nuevo bajo la advocación de Tom Cruise. En los últimos tiempos sólo frente a Tom somos feligresía reunida y hermanada. Tom es el sacerdote pagano y saltarín que escala rascacielos y empotra automóviles para transustanciar lo imposible en posible. Una eucaristía no de las hostias, pero sí de los hostiazos. Yo hubiera preferido ver algún clásico de la comedia o de la ciencia-ficción, pero también sé -aunque proteste por lo bajini-que la película va a ser un ingenio muy entretenido, lleno de trucos y trampas, enredos y soluciones. 

En “Misión Imposible: Nación Secreta” todo ha sido realmente imposible y prodigioso. Incluida la belleza de esta actriz sueca que nos ha dejado patidifusos a los dos: al cuarentón decadente y al hombretón incipiente. Cada vez que el rostro de Rebecca Ferguson aparecía en pantalla, un cordón umbilical de altísimo voltaje unía al padre y al hijo en la distancia corta del sofá. En mi reojo yo notaba su reojo, y mientras tanto, nuestros ojos no perdían detalle de ese rostro bellísimo cincelado por los genes de los nórdicos. 

Enamorados cada uno a su modo y a su edad, nos ha costado seguir la trama en algún punto muy delicado del guion. Pero ninguno se ha atrevido a preguntar por dónde iban los tiros, por no confesar el origen del despiste.




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