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Misión Imposible: Sentencia Mortal

🌟🌟🌟🌟


A mitad de película tuvimos que parar porque ya nos dolía la cabeza de tanto procesar información. Nuestro software bioquímico no alcanza ni de lejos las prestaciones de la dichosa Entidad de las narices.

En la pausa yo tomé un café solo y mi hijo uno con leche. Galletas para mí y nada para él. Tom Cruise es más que un actor cojonudo para las nuevas generaciones: también es un ejemplo de barriga plana y de actitud positiva ante la vida. Si le mencionas a mi hijo que el tío Tom se ha operado la jeta varias veces se mosquea un poquitín. Dice que son imperativos del guion; arreglos necesarios para que el personaje sea convincente y nos siga regalando películas como ésta.

Nada que objetar.

Para aclararnos con la película nos pusimos a hablar de los giros de la trama, pero luego se nos fue el oremus comentando detalles fisonómicos de Rebecca Ferguson y de Vanessa Kirby. Al final resultó que yo soy más de Rebecca y mi hijo más de Vanessa. De la protagonista principal no dijimos nada y la verdad es que no entiendo nuestro desdén de enamorados.

Nos dolía la cabeza, sí, pero no en plan mal, de vaya rollo de película, sino en plan de computadora que ya no da abasto con el argumento. Érase una vez dos sistemas recalentados. Yo juraría que algunas de mis neuronas se hicieron un nudo tratando de comprender. “Misión imposible: Sentencia mortal” es el rizo del rizo. El rizo 7.0. Y es solo la primera parte del colocón... 

Hace unas horas que terminó y ya no sabría muy bien cómo resumirla. Está la CIA, el FMI -el otro FMI, idiota- el MI6, los rusos del submarino, una IA global desquiciada, un malo malísimo, una intermediaria de París, una asesina casi albina y una ladrona que roba cosas sin preguntar qué son o para qué valen. Todos mezclan verdades con mentiras y algunos se ponen máscaras de látex. Los hay, incluso, que cambian de bando de repente, y cuando ya crees que has retomado el hilo de la acción te ponen a Rebecca Ferguson en primer plano y ya se te va el oremus otra vez. 


O a Vanessa Kirby, que tanto monta monta tanto.




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Dune: Parte Dos

🌟🌟🌟


Los profetas más influyentes de la humanidad, los reales y los ficticios, tienen la sospechosa costumbre de nacer en los desiertos o de criarse en ellos cuando sus neuronas todavía están conectándose a la central. De lo que deduzco -y no creo equivocarme- que cuando se hacen mayores y se ponen en lo alto de una duna a prometer la salvación eterna o la liberación de sus pueblos oprimidos, ya van todos con la cabeza muy recocida por culpa de las insolaciones. 

De chavales, cuando perdimos la fe y nos convertimos en apóstatas militantes, decíamos que Jesucristo era sin duda un esquizofrénico de manual, un hebreo que se había escapado del frenopático de Jerusalén para proclamarse Hijo de Dios y Depositario de la Verdad. Pero existía otra corriente de pensamiento -a la que yo luego me afilié- que identificaba a Jesucristo con Luke Skywalker y que sostenía -porque Luke era más majo que las pesetas y no podíamos tacharle de loco sin traicionar nuestra admiración- que no era el gen, sino el sol implacable, el que había convertido a estos dos buenos hombres en dos majaretas de las arenas que sostenían que tras la muerte ellos no iban a morir, y que se iban a presentar tan campantes entre sus apóstoles o sus padawans a seguir con la francachela. 

Paul Atreides es sin duda otra víctima de la insolación pertinaz de los desiertos. Ya en la primera parte de “Dune”, cuando los Atreides salen de su nave y se pasean por Arrakis sin una gorra en la cabeza -ni siquiera con un pañuelo de cuatro nudos al estilo de los obreros- nos temíamos todos lo peor: que le quedaban dos semanas para creerse el Muad'Dib de la kabila y reconquistar todo Al-Andalus a golpe de cimitarra. 

Lo que no sospechábamos entonces es que los guionistas de “Dune: Parte Dos” también iban a llevarse las máquinas de escribir al desierto de Jordania, y que allí, a lo bonzo, sin gorras ni parasoles, iban a desarrollar una historia sin pies ni cabeza que a veces provoca el hastío y otras muchas la indiferencia. 




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Dune

🌟🌟🌟🌟


“Dune” cuenta la historia de dos empresas familiares que se disputan un valioso mineral en el planeta Arrakis, todo desierto y berbería. Y en eso, haciendo paralelismos, es fácil identificar a los chinos y los yanquis que hoy en día, en el planeta Tierra, en esta misma galaxia pero diez mil años antes de Timothée, se disputan los minerales africanos que mueven nuestro mundo. Money makes the world go round, y también el universo.

“Dune” es un mundo al revés en el que los sometidos y los parias tienen los ojos azules. Y no como sucede aquí, en el Sistema Solar, donde las gentes con ojos claros son una casta superior que liga más, se salta las colas y obtiene mejores puestos de trabajo. Y no lo digo yo: lo dice Nancy Etcoff en un libro fundamental que habría que releer. Iggy Rubin, el humorista, también decía que si bebes agua mineral en el embarazo te sale un hijo con ojos azules, y no un simple “ojo de grifo” como cualquiera de nosotros. También decía que si ves un mendigo con ojos azules puedes pedirle un deseo; que las lágrimas vertidas por los ojos azules curan la fiebre y otras dolencias de la farmacia; que la miopía de los ojos azules no se mide en dioptrías, sino en quilates. 

(El melange, en nuestro planeta, costaría tanto como el aceite de oliva porque no se utilizaría para alcanzar estados superiores de la conciencia, sino para teñirse los ojos de azul y triunfar entre el mujerío). 

“Dune” también va de un futuro distópico -o no- en el que los hombres ya solo somos surtidores de semen, bancos de genes, y son ellas, las mujeres, mucho más listas e iniciadas en los Secretos, las que cortan el bacalao y deciden el destino del universo. Pero Dune, sobre todo, habla del miedo terrible a que nuestros sueños nocturnos se hagan realidad. Yo entiendo muy bien a Paul de Atreides, aunque él sea un Borbón de la galaxia. Entiendo su desazón y sus sábanas revueltas. Si mis sueños cotidianos se hicieran realidad, yo tendría que volver con mi Bene Gesserit a revivir el infierno contradictorio de su presencia. Todas las noches, cuando cierro los ojos, un gusano insidioso se desliza por mi cama y repta por mis piernas.





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Misión imposible: Fallout

🌟🌟🌟🌟

Si hubiera visto “Misión imposible: Fallout” en los primeros tiempos de estos escritos, hoy habría venido al ordenador con dos argumentos infalibles para rellenar el folio diario y obligatorio. Y que luego los dedos, poseídos por eso que llaman el “inconsciente del escritor”, hubiesen tirado por el camino improvisado que mejor considerasen. Como hacen, talmente,  los miembros de la FMI  que dirige Tom Cruise. Pero no la FMI que protege la supremacía económica de Occidente, sino la otra FMI -la Fuerza de Misiones Imposibles- que trabaja para ella en alto secreto de estado.

El primer argumento al que me hubiese agarrado para escribir sobre esta película -en la que hay tan poca chica que relatar más allá de los hostiones- es que mi hijo las veía a mi lado y se quedaba pasmado con las hazañas de Ethan Hunt y compañía. En aquellos pinitos míos, para darle a estos escritos un barniz literario, tan falso como el oropel de las iglesias, yo me ponía sentimental y hablaba de nuestra convivencia en el sofá y del asombro conjunto ante las películas: el niño que él era y el niño que yo siempre fui. Cursiladas así, que ahora me salen cada vez menos, por vergüenza, o por fosilización del alma.

La otra línea argumental que en aquellos tiempos me salvaba el pellejo era ponerme a ensalzar a la chica Bond de turno. En este caso a la chica Hunt. Yo resumía la trama en cuatro brochazos, hacía algún chascarrillo idiota sobre la edad incombustible de Tom Cruise, y al final, cual sátiro, cual trovador del amor, me lanzaba a cantar la belleza inmarcesible de la chica que disparaba a su lado. Ahora sé, porque he hecho un curso de feminismo avanzado, que lo correcto hubiera sido hablar de la actriz y no de la mujer. Del oficio, y no de la oficiante. Yo pecador, Ione.

En fin: que he tenido que soltar todo este rollo para no tener que confesar mi amor atormentado y renovado por Rebecca Ferguson. Porque jolín, con Rebecca... Y con Vanessa, también.





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Misión Imposible: Nación Secreta

🌟🌟🌟🌟

(Esta crítica fue escrita en septiembre de 2018. Tras el nuevo visionado me he limitado a retocarla. Todos sus protagonistas -salvo Tom Cruise- tenemos cinco años más en el carnet y alguno más en el resabio). 

El dios de la lluvia desciende sobre Invernalia. Y trae consigo, además, un electromagnetismo que interfiere de mal modo con las ondas del wifi. Es por eso que el chaval ha abandonado su refugio de zombi para bajar a este reino de los vivos, donde los videojuegos se tornan películas y los asientos se vuelven dobles y compartidos. En el piso de abajo, si se jode la señal de la parabólica o se va la conexión con el router, siempre queda la opción del DVD y de los discos duros, como en los tiempos antiguos donde no existía internet y vivíamos casi talmente como los cromañones.

Aburridos del aburrimiento, el retoño y yo nos hemos puesto de nuevo bajo la advocación de Tom Cruise. En los últimos tiempos sólo frente a Tom somos feligresía reunida y hermanada. Tom es el sacerdote pagano y saltarín que escala rascacielos y empotra automóviles para transustanciar lo imposible en posible. Una eucaristía no de las hostias, pero sí de los hostiazos. Yo hubiera preferido ver algún clásico de la comedia o de la ciencia-ficción, pero también sé -aunque proteste por lo bajini-que la película va a ser un ingenio muy entretenido, lleno de trucos y trampas, enredos y soluciones. 

En “Misión Imposible: Nación Secreta” todo ha sido realmente imposible y prodigioso. Incluida la belleza de esta actriz sueca que nos ha dejado patidifusos a los dos: al cuarentón decadente y al hombretón incipiente. Cada vez que el rostro de Rebecca Ferguson aparecía en pantalla, un cordón umbilical de altísimo voltaje unía al padre y al hijo en la distancia corta del sofá. En mi reojo yo notaba su reojo, y mientras tanto, nuestros ojos no perdían detalle de ese rostro bellísimo cincelado por los genes de los nórdicos. 

Enamorados cada uno a su modo y a su edad, nos ha costado seguir la trama en algún punto muy delicado del guion. Pero ninguno se ha atrevido a preguntar por dónde iban los tiros, por no confesar el origen del despiste.




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